El mundo en que vivimos, de Anthony Trollope, es una novela extensa, de cien capítulos, la más larga del autor, a no ser que consideremos como novelas las series tituladas Crónicas de Barsetshire (6 novelas, 3 publicadas en España) y Los Palliser (6 novelas, ninguna publicada en España). La comenzó, al regreso de un largo viaje a Australia, con la intención de satirizar algunos escándalos financieros que se daban aquellos años. Por distintas razones no fue tan bien recibida en su momento, o al menos igual que otras, pero desde hace ya varias décadas está considerada una de sus mejores obras.
Trollope la empezó pensando en centrar el argumento en la familia Carbury. A ella pertenecen el sensato y adinerado Roger, que actúa como apoyo y consejero de su prima Lady Carbury, viuda, que tiene problemas con sus hijos sir Félix, un joven barón derrochador e irresponsable, y Henrietta, o Hetta, una chica pretendida por Roger aunque ella le rechaza y, más adelante, por el joven Paul Montague, un protegido de Roger. Lady Carbury, «una mujer falsa pero con muchas y buenas intenciones», intenta ganar dinero publicando libros: está segura de que lo conseguirá «no tanto escribiendo buenos libros, como logrando convencer a un determinado número de personas para que dijeran que sus libros eran buenos». Alentado por su madre, Felix pide en matrimonio a Marie, la única hija del gran especulador del momento, Augustus Melmotte, y Marie lo acepta pero su padre se opone rotundamente; por otro lado, pierde mucho dinero en el juego y tontea con una chica campesina vecina de las tierras de Roger. Paul Montague, a su vez, que es socio de una empresa de ferrocarriles norteamericana y vivió un tiempo en Estados Unidos, es acosado por una mujer viuda a quien prometió casarse tiempo atrás y que ha venido a Inglaterra en su busca.
Componen la trama muchos más hilos pero los que acaban dominándola y dándole su fuerza son los que siguen al especulador Augustus Melmotte, un hombre de oscuro pasado. Su figura se agiganta cuando el socio de Paul Montague lo vincula como accionista principal a la empresa estadounidense de ferrocarriles. Su ascenso social hace que desde el partido conservador le propongan que se presente al Parlamento. En plena campaña para lograr el escaño se propagan los rumores sobre algunas irregularidades en sus negocios y su hija Marie se rebela contra él después de intentar huir con Félix Carbury.
Juegan en contra de la novela que, para nuestros estándares, es demasiado larga; que sus subtramas de tipo amoroso tienen un melodramatismo distanciado, poco apreciado por la mayoría de lectores del género; que sus personajes más consistentes no son las mejores personas de la historia sino los negociantes corruptos o los aristócratas de vida disoluta. En sentido contrario, es una narración magnífica y bien ordenada; son precisas y contenidas sus descripciones de ambientes —del club de juego, de bailes y banquetes, de reuniones de negocios, etc.—; el carácter y la evolución de sus personajes, todos diferentes, están bien perfilados, y los diálogos tienen viveza e intensidad; se reflejan bien aspectos de aquella sociedad, como la preocupación de muchos por el honor de la familia y por cuestiones hereditarias, o como el antisemitismo de fondo que asoma cuando un comerciante judío desea casarse con una joven aristócrata.
Estamos ante una novela moralista, pero no porque varios personajes manifiesten que algunos comportamientos que se consideraban honorables han quedado anticuados y que los jóvenes de hoy se comportan de modos impensables ayer, sino porque el narrador toma postura una y otra vez, manifestando compasión por unos y rechazo hacia otros. Así, a quien indica que «un hombre pigmeo se detiene a causa de una pequeña zanja, pero un gigante pasa airado por encima de los ríos», responde Paul Montague diciendo que él prefiere que le detengan las zanjas. De un tipo rudo llamado John Crumb se afirma que «sabía distinguir lo que era bueno y lo que no, y el precio que debía pagar por las cosas para no arruinarse. También conocía el valor de una conciencia limpia, y sin demasiados aspavientos había descubierto que la honestidad es la mejor senda en la vida».
En particular, la novela pinta bien modos de actuar que todos reconocemos bien: «Todos los hombres son honestos; pero en general son especialmente honestos con su propio bando», dice un abogado; «uno parece inclinado a pensar que cualquier tonto podría hacer un negocio honesto. ¡Pero el fraude requiere un hombre vivo y despierto a cada paso!», dirá el narrador a propósito de un error de Melmotte. En general, quienes no quedan bien parados son, además de no pocos aristócratas, algunos hombres de negocios como un socio de Melmotte: «Nunca había leído un libro. Nunca había escrito una frase digna de ser leída. Nunca había rezado. No le importaba la humanidad. Había surgido de alguna cloaca californiana, tal vez no había conocido nunca a sus padres». Cuando a los accionistas se les promete que ganarán mucho dinero, no como consecuencia de la construcción del ferrocarril sino con el aumento del valor de las acciones, el narrador apostilla: «¡Qué maravillosos son los prodigios del mercado! Basta con introducir la punta del dedo meñique en el pastel, y se pegarán nobles y suculentos pedazos, al sacarlo».
Anthony Trollope. El mundo en que vivimos (The Way We Live Now, 1875). Barcelona: Ático de los Libros, 2019; 854 pp.; edición y trad. de Claudia Casanova; ISBN: 978-84-17743-18-5. [Vista del libro en amazon.es]