Un libro que ha sido todo un descubrimiento: La familia imperfecta. Cómo convertir los problemas en retos, Mariolina Ceriotti Migliarese. No es parecido a Elogio de las familias sensatamente imperfectas aunque sus mensajes de fondo coincidan, pues tiene unos contenidos más amplios y la perspectiva de la autora es la quien es madre de seis hijos y tiene una larga experiencia clínica como neuropsiquiatra y psicoterapeuta infantil y de parejas. En la introducción explica que su libro trata de su «forma de trabajar con los padres» y que su objetivo no es el de «facilitar soluciones sino el de compartir un modo de pensar» y poner a sus lectores en condiciones de reflexionar y de, llegado el momento, «ser más capaces de tomar solos las mejores decisiones». Con fluidez, buen humor, muchos conocimientos y mucho sentido común, aborda distintos temas en diez capítulos llenos de observaciones luminosas y útiles. Sin ánimo de ofrecer un comentario completo al libro —mucho más rico de lo que daré a entender en los párrafos que siguen: no trataré, por ejemplo, de cómo habla de que, al llevar a terapia a los niños, los que se descubren son problemas de los padres—, hilo a continuación algunas ideas con las notas que tomé.
Un primer aspecto a resaltar es la forma de comprender la familia y la educación que propone la autora. En el libro afirma que «la familia es un sistema práctico, dinámico e imperfecto» en el que «cada hijo que viene al mundo busca y merece el mejor trato posible por parte de sus padres, y no por parte de otros, hipotéticamente más perfectos»: los hijos quieren a sus padres tal como son. Con sus observaciones inculca serenidad: subraya que no hay que desanimarse nunca pues «siempre, en cualquier punto del recorrido, es posible retomar el camino, corregir la ruta, volver a tomar impulso» y «esto es válido en la relación padres-hijos, y también en la relación entre los cónyuges». Hace notar que hay que levantar la vista para ver la belleza de la «buena educación», algo que «no tiene nada que ver con actitudes rígidas o de pura etiqueta» sino con «la capacidad de comprender el valor de las cosas». También indica que es básico no tener prisa: «las virtudes fundamentales del educador son la esperanza y la paciencia: ningún niño tiene que ser perfecto hoy, porque su posición justa está en llegar a ser». En la misma línea señala que «en cuestiones educativas nunca se debería dramatizar»: «el éxito de las batallas singulares, pequeñas o grandes, no es excesivamente importante», pues «el verdadero desafío del crecimiento se juega en los tiempos largos. El problema no consiste en ganar o perder las batallas singulares, sino en ganar la guerra. Esto es posible si logramos mantener la confianza de fondo en nosotros mismos y en el valor de nuestra propuesta, así como la constante confianza en nuestros hijos y en su capacidad de hacerse adultos, como deseamos nosotros y ellos».
Lo que ocupa más extensión son, como es lógico, las explicaciones que se van dando acerca de cómo abordar la educación de los hijos. Son muy sugerentes las relativas a los «diversos elementos que conforman el derecho de nuestros hijos al respeto: 1) los hijos tienen derecho al respeto de sus límites personales, sea físicos o psíquicos; 2) tienen derecho al respeto, expresado en la capacidad del adulto para establecer la justa distancia relacional entre él y el hijo, una distancia que cambia con las diferentes edades de la vida; 3) tienen derecho a que el adulto sepa establecer y hacer que se respete la posición correcta de cada uno en el seno de las relaciones familiares; 4) tienen derecho al respeto que se manifiesta en asumir la responsabilidad de transmitir valores, y por tanto de educar». También son excelentes las indicaciones sobre la importancia de desarrollar la capacidad de escuchar, «una escucha que esté guiada por una curiosidad y una simpatía auténticas. Muchas veces nosotros imaginamos que lo más importante, cuando hablamos con nuestros hijos, es lo que vamos a decirles, y pensamos que un fracaso comunicativo depende de nuestra poca habilidad oratoria, o de su orgullo. Creo que, en cambio, el error más común es el de hablar demasiado pronto, antes de haber escuchado bien y de haberles dado el tiempo para sacar a la luz, hablando con libertad, al menos una parte de sus pensamientos y sentimientos». En otro momento habla de que «una escucha atenta, interesada y no encaminada al juicio o al consejo permite que se desarrolle poco a poco el pensamiento propio».
La buena educación de los hijos va estrechamente unida con la comprensión acerca de cómo se producen su crecimiento y maduración. Dice que «tener la certeza de ser visto es fundamental para todo ser humano. El niño, que está buscando su identidad personal, se interpreta a sí mismo, en primer lugar y durante mucho tiempo, en la mirada de las personas más significativas para él. La madre y el padre hacen de espejos que devuelven al hijo una imagen de sí mismo y le ayudan a definirse. Poco a poco, con el desarrollo de la vida, se añaden otros espejos que devuelven a cada uno una imagen de sí: hermanos, amigos, colegas de trabajo, y naturalmente las personas de quienes nos enamoramos… Con la adolescencia nacen y se desarrollan las capacidades de autorreflexión, que nos ayudan a conocernos cada vez mejor, también desde dentro». Por eso, los padres han de hacerse cargo de que «la capacidad de controlar los impulsos es una habilidad que necesita mucho tiempo y la ayuda del adulto» y, por tanto, «que las rabietas y los gestos impulsivos de un niño no son necesariamente signos de un carácter difícil»; y han de tener claro que, «en cierto sentido toda la adolescencia consiste en una progresiva “toma de distancia” de los adultos, que hasta ese momento han representado el principal punto de referencia», y que sus «dificultades se producen porque la adolescencia es como es: una edad de pruebas, de rodaje».
El telón de fondo de la educación lo forma el trato entre los padres, a los que se les dice que toda la vida deberían ser «capaces de ahorrar a los hijos confidencias o lamentos sobre nuestra posible infelicidad conyugal». Un consejo general para ellos es el de ayudarse uno al otro a ser flexibles, «porque nada es más fuerte que lo que sabe ser también flexible». Una premisa fundamental es entender que «la familia funciona siempre como un sistema relacional. Y cada uno de los componentes de un sistema influye y es influido por cada uno de los demás, de modo circular». Otra premisa es que la familia no es «un sistema “democrático”, aunque la afirmación suene poco moderna. Está en juego su eficacia. Necesariamente, es un sistema jerárquico, en el que alguien (los padres) asume la responsabilidad de guiar a otro (los hijos) hacia una meta». Son excelentes las explicaciones que da la autora sobre los malentendidos que pueden darse entre los padres y cómo, ante determinadas situaciones, los hombres han de comprender y mostrar que comprenden —lo cual a veces supone abstenerse de proponer soluciones como si todo se resolviese con habilidades organizativas y prácticas—, y cómo la mujer a veces está en medio de una redefinición de sí misma y atrapada en «sentimientos de envidia y de rabia hacia el varón, que no se encuentra con el mismo tipo de situación emotiva».
La autora explica muy bien la necesidad de saber acoger las emociones de los chicos y chicas. Señala que «a veces nos escandalizamos de la irrupción emotiva de los chicos, porque hacen juicios dejándose llevar por las emociones, sobre todo negativas», cuando, sin embargo, «las emociones negativas se diluyen con facilidad cuando se charlan con alguien, se les da un nombre, y se percibe que quien nos escucha no tiene prisa para criticarnos ni para soltarnos de inmediato un consejo». Habla de cómo «no hay emociones buenas y malas: las emociones son como los colores. Todas son necesarias y no se les puede dar connotaciones desde el punto de vista moral. El bien y el mal no están en la emoción en sí, sino en las acciones que puede inspirar esa emoción. Por ejemplo: un niño no es malo por tener celos. Es posible que haga algo reprochable si pega a su hermanita o la maltrata. La cuestión, entonces, es enseñarle que hay formas distintas de expresar una emoción, y formas que no tienen por qué hacer daño al otro ni a uno mismo». En este punto la autora explica cómo «un recurso fundamental que tiene el niño para la elaboración de las emociones más difíciles es el juego simbólico» que los padres pueden enseñar a jugar a los hijos y, luego, dejarles que lo hagan solos, «respetando su espacio de juego sin invadirlo». Al respecto no se mencionan, y hubiera estado muy bien, tantos libros infantiles útiles al respecto, como por ejemplo Donde viven los monstruos, tan interesantes para niños que «tengan que elaborar emociones al borde del conflicto».
Mariolina Ceriotti Migliarese. La familia imperfecta. Cómo convertir los problemas en retos (La famiglia imperfetta. Come trasformare ansie & problemi in sfide appassionanti, 2010). Madrid: Rialp, 2019; 162 pp.; trad. de Elena Álvarez Álvarez; ISBN: 978-8432151323. [Vista del libro en amazon.es]