En su momento dije que, para mi sorpresa, al ir revisando notas antiguas descubrí que no había puesto aquí una reseña a No es país para viejos, de Cormac McCarthy, y anunciaba que la pondría más adelante. Lo hago hoy, aunque advierto que es una versión muy reducida del comentario que figura en El secreto de la belleza.
Novela con un interés especial por distintos motivos. Uno, por ser el relato de su autor más «para todos los públicos»: es breve, su argumento es lineal, no tiene descripciones sofisticadas como en otras novelas, su construcción narrativa es muy hábil, y su tema es cercano a muchos ahora mismo. Y otro, porque su autor plantea con lucidez una preocupación que muchos sienten: en ciertas áreas y ambientes del mundo actual el nivel de violencia tiene unos rasgos completamente inhumanos y va mucho más allá de las barbaridades que cualquier loco pueda cometer.
La publicación del libro fue una sorpresa para muchos seguidores del autor y una decepción para muchos entusiastas de los thriller. Entre los primeros hubo quienes se sorprendieron de la falta de complejidad aparente, de que el vocabulario fuera más sencillo y la narración muy directa, y de que el estilo fuera más escueto aún que en la primera y tercera novelas de la Trilogía de la frontera. Entre los segundos hubo quienes se vieron frustrados e incluso irritados por las peculiares opciones de McCarthy que, después de un planteamiento espectacularmente rápido, omite las escenas que cualquier entusiasta de las novelas populares de acción esperaría. Tal vez McCarthy lo hizo así sólo para dejar claro lo fácil que sería para él escribir un thriller tan comercial y tan eficaz como cualquier otro, aunque a un autor así le acaba ocurriendo que, una vez demostrada la capacidad técnica, se ve limitado por su incapacidad mental para obrar de un modo no literario. Por otra parte, un protagonista como el sheriff Bell, que se pasa la historia «persiguiendo la persecución» y llegando tarde a todos los sitios, no es la mejor carta de presentación para ciertos lectores.
1982, suroeste de Texas, al lado de la frontera con México. Todo comienza cuando Llewelyn Moss, un joven veterano de Vietnam, está intentando cazar un antílope cerca del Río Grande y encuentra varios hombres muertos y unos cuantos millones de dólares junto a un cargamento de droga. Aunque supone lo que le aguarda, toma el dinero y huye pensando que podrá manejar la situación. Al principio es perseguido por Anton Chigurh, un cruel psicópata que nunca deja testigos, y por el veterano sheriff Ed Tom Bell, un hombre bueno que desea llegar a Moss antes que Chigurh para evitar lo inevitable. Con la misma intención de llegar a Moss antes que Chigurh entra en escena Carson Wells, un antiguo jefe de operaciones especiales que ahora sirve a un poderoso cártel de la droga. Este hilo argumental, construido sobre todo con diálogos, se complementa con capítulos de reflexiones a cargo del sheriff Bell: en ellos desgrana sucesos de su pasado en la segunda Guerra Mundial y de su trabajo como sheriff tantos años, y reflexiona sobre la violencia que ve ahora en torno suyo. Estos comentarios le sirven al autor para levantar uno de sus andamiajes característicos, el de la contraposición entre pasado y presente.
La narración coge altura y ritmo nada más comenzar, aunque cada escena está narrada con calma. Los diálogos secos, sin las marcas tipográficas que orientan con claridad sobre quien dice qué, tienen la fuerza y sonoridad habituales en el autor. El personaje más perfilado es el sheriff Bell. También de Moss se dan algunas pinceladas, pero no muchas. Chigurh es el que más huella deja, en la trama y en el lector, pues sus entradas en acción siempre son extraordinariamente amenazadoras, pero a la vez es alguien misterioso e incomprensible. Los demás —Loretta, la esposa de Bell; su ayudante Torbert; su amigo el sheriff Lamar; su viejo tío Ellis— quedan apuntados de forma esquemática pero cuando aparecen van añadiendo relieve a la historia. La elección de un narrador campechano y reflexivo como Bell es un acierto pues le sirve al autor para poner de manifiesto, de modo dubitativo pero con claridad, quién es o quién está detrás de un ser como Chigurh y los fundados motivos para sentir un gran temor hacia él.
Cabría pensar que algunas de las acciones brutales y repulsivas de Chigurh, descritas con exactitud característica, podrían haberse omitido sin perjuicio de la claridad narrativa. Sin embargo, la intención del autor con ellas parece ser la de presentar la fuerza descomunal de una violencia que se desata sin motivos aparentes o sin necesidad, que actúa sin remordimientos, y que, además, arrasa con todos aquellos que recurren al mal en pequeñas dosis y se cruzan en su camino. Por otro lado, el relato subraya repetidamente que su maldad es mucho mayor y de un tipo esencialmente diferente a otras del pasado. Ya en los comienzos del relato, uno de sus ayudandes le dice a Bell: «Tengo la sensación de que estamos ante algo que no habíamos visto nunca». Y Bell le replica que piensa lo mismo. Luego, durante la investigación, su ayudante Torbert pregunta:
«¿Quién diablos es esta gente?, dijo.
No lo sé. Yo solía decir que eran los mismos a los que nos habíamos enfrentado siempre. Los mismos a los que se enfrentó mi abuelo. En aquel entonces robaban ganado. Ahora trafican con droga. Pero ya no lo veo tan claro. Me pasa lo que a ti. No estoy seguro de que hayamos visto nada igual. Gente de esta clase».
Pero en una de sus reflexiones Bell se moja y explica quién piensa que es «esa gente»:
«Yo creo que si uno fuera Satanás y estuviera buscando algo que hiciera doblegar a la humanidad probablemente la respuesta sería las drogas. Quizá se le ocurrió a él. Lo comenté el otro día mientras desayunaba y me preguntaron si yo creía en Satanás. Y yo dije, hombre, es que no se trata de eso. Y dijeron, ya, pero ¿crees o no? Tuve que pensarlo. Creo que de chico sí creía. Hacia la mitad de mi vida esas creencias se habían diluido un poco. Ahora vuelvo a inclinarme del otro lado. Satanás explica muchas cosas que de lo contrario no tienen ninguna explicación. O no la tienen para mí al menos».
De modo que las reflexiones del sheriff Bell sobre la vida y el comportamiento de la gente, que al principio podrían parecer del tipo «a dónde vamos a ir a parar como sigamos así», van clarificándose con el paso de las páginas y yendo más allá de las obviedades —como la de que una de las caras de lo que llamamos progreso es que las máquinas son mejores y, por tanto, los desastres son peores—, y mostrando que nos encontramos ante una violencia nueva. Al mismo tiempo, una lectura detenida pone de manifiesto que, aunque Bell parece que no se da cuenta del todo, no sólo tiene la capacidad de hacer un buen diagnóstico de la situación, pues describe las raíces más profundas de esa nueva violencia, sino que también es capaz de ofrecer algunas pautas de comportamiento acertadas frente a ella, empezando por no dejarse vencer por el pesimismo al que podrían llevarle los acontecimientos: «hay otra manera de ver el mundo y otros ojos con los que verlo, y a eso es a lo que voy».
Cormac McCarthy. No es país para viejos (No Country for Old Men, 2005). Barcelona: Mondadori, 2006; 242 pp.; col. Literatura Mondadori; trad. de Luis Murillo Fort; ISBN: 84-397-2037-8. [Vista del libro en amazon.es]