El arca sobrecargada, de Gerald Durrell, es un relato antiguo —hoy políticamente incorrecto— en el que su autor cuenta un viaje que hizo al Camerún, en 1947 y 1948, para conseguir animales para distintos zoos británicos. Lo leí porque, como esperaba, tiene muchos momentos cómicos, unas descripciones estupendas —de paisajes, de la selva, de animales—, y un gran sentido común —«en la selva del Camerún los sentimentalismos son un lujo de la gente bien alimentada»—.
Al principio explica que «al escribir un libro sobre un viaje de capturas de animales se tiende naturalmente a destacar los momentos interesantes más que el aburrido trabajo de rutina. Al fin y al cabo no se trata de escribir doscientas cincuenta páginas sobre cómo se limpiaban las jaulas de monos, o se curaban las diarreas, o cualquiera de los quehaceres que se tenían que llevar a cabo todos los días. Así que si las páginas siguientes contienen principalmente descripciones de las aventuras más interesantes que corrimos, eso no quiere decir que no hubiera momentos aburridos y desagradables en que el mundo parecía estar lleno de jaulas sucias o especímenes enfermos y uno se preguntaba por qué diablos había hecho este viaje».
Más adelante aclara que «la impresión que se tiene en general sobre la recogida de animales vivos parece ser la de que solo hace falta conseguir un animal, meterlo en una jaula y ya está. Por norma esto significa que el trabajo no ha hecho más que empezar: localizar y capturar un espécimen puede ser difícil, pero resulta insignificante en comparación con la tarea de encontrarle una dieta sustitutiva adecuada, conseguir que se coma esa dieta, vigilar que no contraiga ninguna enfermedad debido a un confinamiento excesivo o que no se le dañen las patas por el contacto constante con las tablas de madera. Todo esto además de la rutina diaria de limpiar y dar de comer, ocuparse de que no les dé ni demasiado sol ni muy poco, etc. Hay algunos animales que sencillamente se niegan a comer al llegar y hay que pasar horas ideando manjares para tratar de tentarlos».
Son unos grandes personajes sus ayudantes. Su primera impresión, al conocerlos, fue que «nunca en mi vida había visto dos personas con menos aspecto de cazadores y cuanto más pensaba en ellos menos fe tenía en su talento. Me iba a llevar una agradable sorpresa, pues realmente resultaron ser muy buenos cazadores. Elias tenía el valor y Andraia tenía el ingenio para actuar rápidamente sobre la marcha». Además, explica, «en un radio de unos treinta kilómetros en torno al poblado conocían cada sendero, cada riachuelo y cascada, casi cada matorral. Se deslizaban por la maraña más espesa de vegetación sin esfuerzo y ni un solo ruido delataba su presencia, mientras que yo, acalorado y patoso, iba tropezando detrás haciendo un ruido como el de una apisonadora en acción. Me enseñaron cómo marcar y cómo seguir un rastro y la primera vez que lo intenté me perdí a los diez minutos. Me enseñaron qué frutas de la selva se podían comer y cuáles no y qué cosas se podían masticar para aliviar la sed sin envenenarse».
Gerald Durrell. El arca sobrecargada (The Overloaded Ark, 1953). Madrid: Alianza, 1995; 256 pp.; col. El libro de bolsillo; trad. de Nazaret de Terán Bleiberg; ISBN: 978-8420604060. [Vista del libro en amazon.es]