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LITERATURA JUVENIL ● Elogio y auge de los «crossover books»

Elogio y auge de los «crossover books»

En el mundo de la literatura infantil y juvenil (LIJ) se lleva cierto tiempo hablando de «crossover books», para designar los relatos que llegan indistintamente a un público joven o adulto, intencionalmente o no; de «crossover writers» para los autores que publican libros para uno u otro público; y de «crossover paths »para los caminos por los cuales un relato puede alcanzar ambas audiencias.

A veces la expresión se usa sólo para designar los libros que son editados tanto en colecciones juveniles como en colecciones literarias. Es lo que sucede con relatos cortos de algunos autores, o con recopilaciones de cuentos populares, o con los mismos libros de Harry Potter [1], que se publican con dos cubiertas distintas (idea que comenzó la editorial norteamericana para que los lectores adultos pudieran leerlos en los transportes públicos sin pasar vergüenza).

Quizá en su origen esté la llamada «crossover music», las piezas de música clásica que han alcanzado reconocimiento popular, o las canciones populares que lo consiguen entre los aficionados a la música clásica. Y no tiene que ver, en su contenido, con la «crossover fiction», la práctica de introducir personajes de una novela en otras sucesivas para ir creando así un mundo particular más o menos completo.

No sin contradicciones, hay quienes usan el concepto de «crossover books» con idea de prestigiar la LIJ. Por un lado, al mostrar que buenos autores han escrito y escriben para niños sin que se les caigan los anillos, se indica que la LIJ «no es cosa de niños» y merece una consideración mayor (algo que, concretando, se puede traducir como deseos de ocupar espacio en los suplementos culturales de los periódicos). Por otro, al mostrar que alguna LIJ actual usa recursos literarios sofisticados, en principio propios de la literatura «mayor», se da a entender que la LIJ ha crecido y ya «no es sólo cosa de niños». A lo anterior se le puede dar otra vuelta de tuerca irónica y señalar cómo, desde la LIJ, a veces se reclama más presencia de los libros actuales en la escuela, con el argumento de que para crear lectores hay que dar textos de ahora y nunca recomendar (¡y de ningún modo mandar!) la lectura de los clásicos pues, dicen, los lectores jóvenes de hoy no están condiciones de comprenderlos.

Libros para adultos que los jóvenes leen

De todas maneras, a lo largo de la historia ha ocurrido muchas veces que los jóvenes han hecho suyos algunos libros escritos para adultos.

En versiones adaptadas o resumidas, las Fábulas [2] de La Fontaine [3] (1668-1694), Robinson Crusoe [4] (1719) y Los viajes de Gulliver [5] (1726) fueron obras leídas por jóvenes con frecuencia. Lo mismo sucedió con las novelas históricas de Walter Scott [6], las de aventuras de Alexandre Dumas [7], las de anticipación de Jules Verne [8], o los cuentos góticos de Poe [9]. Sin duda, también con los libros de Jane Austen [10], de las hermanas Brontë, y de Dickens [11], el autor preferido en la primera encuesta de lectura entre jóvenes que se hace a final del siglo XIX. Y, aunque no tengo datos semejantes respecto a España, imagino que lo mismo sucedería con la primera serie de los Episodios Nacionales [12] que Pérez Galdós [13] comenzó en 1873, la mejor serie de novelas juveniles de aventuras escritas en castellano.

Hasta muy avanzado el siglo XX los niños y jóvenes devoran relatos que, supuestamente, no son para ellos: muchos cómic, las novelas del Oeste de Zane Grey [14], las de lucha en la naturaleza de Jack London [15] y James Oliver Curwood [16], las históricas o de aventuras de Sabatini [17], las de guerra y espionaje, etc. Lentamente, comenzarán a cambiar algunas cosas a mitad de siglo, cuando hay un aumento significativo del trabajo editorial específicamente dirigido al público infantil y juvenil y, al mismo tiempo, se publican novelas adultas que resultan decisivas y abren nuevas líneas de contenidos de la LIJ tal como la conocemos ahora.

Así, aunque se suele citar a Herman Hesse como el autor de referencia en las novelas sobre adolescentes problematizados, un impacto mayor y más duradero tuvo El guardián entre el centeno [18] (1949), de J. D. Salinger [19], quizá el origen de tantas obritas posteriores sobre jóvenes con dificultades, muchas ya dentro de las colecciones de LIJ dedicadas a cuestiones semejantes. Relatos como El Señor de las moscas [20] (1954), de William Golding [21], y Una paz solo nuestra [22] (1959), de John Knowles [23], no tienen la misma orientación que la obra de Salinger, pero van también en la doble línea de mostrar la responsabilidad de los adultos y la complejidad del mundo interior del joven, y contribuyen a marcar un punto de inflexión en ese tipo de historias.

En esos años llegan a su máxima popularidad libros y autores cumbre de la ciencia-ficción: relatos incisivos como los de Yo, robot [24] (1950), de Isaac Asimov; reflexivos y poéticos como Crónicas marcianas [25] (1946) y Farenheit 451 [26] (1953), de Ray Bradbury [27]; puras aventuras como Ciudadano de la Galaxia [28] (1957), de Robert A. Heinlein [29], entre otras. En general, en la ciencia-ficción y la fantasía con frecuencia no importa tanto la edad como la adicción. Así, un ejemplo paradigmático de «crosswriter» es el inglés Terry Pratchett [30], que desde hace más de dos décadas es leído por públicos de todas las edades pero cuyo peculiar humor satírico-intelectual no conecta con cualquier público.

Más relatos de la misma época que son leídos por adultos y jóvenes indistintamente, y que, cada uno a su modo, abre una brecha por la que llegarán luego multitud de relatos parecidos fueron: el Diario [31] de Anna Frank [32] (1947); La expedición de la Kon Tiki [33](1948), de Thor Heyerdahl [34]; Llanto por la tierra amada [35] (1948), de Alan Paton [36]; El Señor de los anillos [37] (1954-1955), de Tolkien [38]; la trilogía Nuestros antepasados (1951, 1957 y 1959), de Italo Calvino [39]… Y libros españoles de los mismos años que alcanzan por igual al público joven y al adulto son El bosque animado [40] (1943), de Wenceslao Fernández Flórez [41]; El camino [42] (1950), de Miguel Delibes [43]; La vida nueva de Pedrito de Andía [44] (1950), de Rafael Sánchez Mazas [45]

En las décadas posteriores también sucederá que los jóvenes irán leyendo muchas novelas supuestamente adultas, a veces debido a sus contenidos, en otras ocasiones a causa del impulso de películas sobre ellas. Se podrían multiplicar los ejemplos, pero algunos son: Los cañones de Navarone [46] (1957), Alistair Maclean [47]; Matar un ruiseñor [48] (1960), de Harper Lee [49]; Reencuentro [50](1960), de Fred Uhlman [51]; La potencia de uno [52] (1989), de Bryce Courtenay [53]; El Cliente [54] (1992), de John Grisham [55]

Libros para niños y jóvenes que los adultos leen

Tampoco es nuevo que algunos escritores decidan escribir directamente para niños o jóvenes y que su obra llegue igualmente a los adultos. Los ejemplos que siguen pueden ayudar a ver tanto la permanencia de los mejores relatos infantiles de todos los tiempos, como la confianza que tenían sus autores en la capacidad de los lectores jóvenes.

Con acentos un tanto irónicos, pero con la clara intención de dirigirse a los niños, Charles Perrault [56] redactó sus Cuentos de antaño [57] (1697). A su numerosa producción de relatos fantásticos para adultos, E. T. A. Hoffmann [58] añadió uno para los hijos de un amigo: Cascanueces y el Rey de los ratones [59] (1811). Los hermanos Grimm [60] abren el camino a los folcloristas del futuro, y también escriben para niños, cuando recopilan y publican sus Cuentos de niños y del hogar [61] (1812-1822). Es un caso especial Andersen [62], que no confeccionó sus Cuentos [63] (1830 en adelante) para niños sino para todos, pero que trabajó sus relatos para ser leídos en voz alta y llegar a todos los públicos.

El autor de novelas de aventuras más leídas en Inglaterra a principios del XIX, Frederic Marryat [64], fue quien primero publicó libros de aventuras protagonizadas por niños y dirigidas a niños: Los chicos del Bosque Nuevo [65] (1847) se considera la primera novela histórica con esas características. También lo hizo, pocos años después, Nathaniel Hawthorne [66], el primer escritor norteamericano que se dirige expresamente a niños con sus versiones de los mitos clásicos: el Libro de las maravillas [67] (1852) y Cuentos de Tanglewood [68] (1853).

Es asombrosa la potencia de Alicia en el país de las maravillas [69] (1865) y Alicia a través del espejo [70](1871), de Lewis Carroll [71]. Robert Louis Stevenson [72] preparó La isla del tesoro [73] (1882) para su hijastro. Con Las aventuras de Huckleberry Finn [74] (1885), Mark Twain [75] va bastante más lejos que con sus previas Aventuras de Tom Sawyer [76] (1876). Thomas Hardy [77] escribió Nuestras hazañas en la cueva [78] (1883) para una revista infantil. Después de contárselos a sus hijos, Oscar Wilde [79] puso por escrito sus Cuentos (1887-1888).

De las primeras décadas del siglo XX recordamos especialmente algunos libros preparados para chicos, o con lenguaje y estructura propia de libros infantiles, de una gran categoría literaria, como El viento en los sauces [80] (1908), de Kenneth Grahame [81], y Winnie the Pooh [82] (1926), de A. A. Milne [83]. Avanzado el siglo, Rebelión en la granja [84] (1943), de George Orwell [85], y La colina de Watership [86] (1972), de Richard Adams [87], son dos grandes sátiras sociales con animales humanizados como protagonistas. En otros idiomas se pueden destacar Platero y yo [88] (1914), de Juan Ramón Jiménez [89], Bambi [90] (1924), del austriaco Felix Salten [91], y por supuesto El principito [92] (1943), de Antoine Saint-Exupéry [93].

Además, entre los autores consagrados que, a lo largo del siglo XX, por una u otra razón dedican algún libro a niños se pueden hacer dos grupos. Uno, con los que renuncian a grandes complejidades y optan por un relato sencillo, como pensando que a un niño se trata de darle un relato que le divierta y le enseñe algo: Virginia Woolf con La viuda y el loro [94] (hacia 1920), William Faulkner [95] con El árbol de los deseos [96] (1927), Graham Greene [97] con los cuatro relatos que componen Todo marcha sobre ruedas [98] (1946), André Maurois con Reventones y Alambretes [99] (1948), Isaac Bashevis Singer [100] y sus Cuentos judíos [101] (1984), o, más recientemente, Peter Carey [102] con El supergordo [103] (1995). Otro, con los que apuestan por una complejidad narrativa mayor, en el mensaje o en la forma, que a veces se refleja en un final no complaciente, pero manteniéndose dentro de los parámetros de comprensión de un buen lector niño: Marguerite Yourcenar y Cómo se salvó Wang-Fo [104] (1933), Dino Buzzati [105] y La famosa invasión de Sicilia por los osos [106] (1945), Salman Rushdie [107] y Harún y el mar de las historias [108] (1990), Ian McEwan [109] y En las nubes [110] (1994). Aunque haya distintos niveles en estos relatos, todos ellos muestran la categoría de sus autores. De más está decir que no todos los escritores de prestigio, nobeles incluidos, aciertan cuando escriben un relato para niños.

Un apartado especial, propio de las últimas décadas y en crecimiento, es el de los libros publicados con la etiqueta de ser LIJ pero cuyo público más natural es el adulto, aunque por supuesto tengan lectores jóvenes. Unos, porque tratan cuestiones que sufren los niños y, por tanto, dirigen sus críticas hacia la responsabilidad de los adultos. Otros, porque su sofisticación literaria —complejidad estructural, uso de los puntos de vista…—, los hacen más propias de lectores expertos. Suelen ser obras que, como desde un punto de vista literario tienen mérito, reciben grandes elogios de la crítica, pero que tienen una recepción limitada por parte del público joven. Así, El ratón y su hijo [111] (1967), de Russell Hoban [112], es un relato fantástico en el que se mezclan géneros y hay reflexiones filosóficas y parodias de las obras teatrales de Samuel Beckett. Son también magníficos los relatos cortos sobre problemas de comunicación que cuenta Peter Bichsel [113] en Historias para niños [114] (1969). Zepelín [115] (1976), es una novelita del noruego Tormod Haugen [116] sobre los problemas afectivos de un niño contada con engañosa sencillez. Yo soy el queso [117] (1977), de Robert Cormier [118], es un «thriller» desasosegante con un joven narrador desequilibrado.

Fronteras que se borran

Una vez que ha quedado claro que los «crossover books» no son una novedad, sí podemos hablar de algunas razones que justifican que se haya puesto de moda la denominación y la idea.

Una, puramente comercial, es que, a la búsqueda de mayor difusión para sus libros, los editores, agentes y autores saben que si un escritor consagrado consigue un éxito entre niños y jóvenes, y, sobre todo, entra en las listas de libros que se prescriben en los colegios, tendrá muchas ventas ahora y atrapará muchos lectores para el futuro. Y, en la otra dirección, que si un escritor con cierta trayectoria en la LIJ publica una novela de adultos, se supone que tendrá como lectores adultos a los que un día fueron sus lectores niños. Por tanto, la publicidad trabaja todo lo que puede para colgarle a un libro la etiqueta de que tiene varios niveles de comprensión, de que conjuga por igual sofisticación literario-adulta y sencillez al alcance de todos, pues así su público potencial aumenta.

Otra tiene que ver con algunos replanteamientos que bullen en el mundo editorial. Los ejemplos puestos más arriba indican que muchos libros se acaban abriendo camino por sí mismos hacia su público natural, a pesar de las distorsiones inducidas por las clasificaciones realizadas con mentalidad escolar o comercial. Constatar lo impropio que resulta etiquetar así la literatura, ha conducido en algunos casos a diseñar colecciones que, conscientemente, borran fronteras temáticas y de edad. Un ejemplo cercano es Las tres edades, de Siruela, que se abrió con Caperucita en Manhattan [119] (1990), de Carmen Martín Gaite [120], y que tiene uno de sus mayores éxitos históricos en El mundo de Sofía [121] (1991), de Jostein Gaarder [122].

Y otra de las razones justificadas para el elogio y el auge de los «crossover books», es la conciencia de que, ahora mismo, tanto las bases de los nuevos creadores como las de una buena parte de los lectores, permiten la confección y la recepción de obras donde se fusionan referencias, géneros y estilos de muy distinta clase. El curioso incidente del perro a medianoche [123] (2003), de Mark Haddon [124], o Vredaman [125] (2006), de Unai Elorriaga, son ejemplos de relatos en el fondo sofisticados y en la forma con registros que, se supone, son propios de libros infantiles. A ese tipo de obras se añaden aquellas que desbordan el formato de libro tradicional: novelas gráficas como Maus [126] (1986-1991), de Art Spiegelman [127], o Barrio lejano [128] (1998), de Jiro Taniguchi [129]; álbumes ilustrados como Princesas olvidadas o desconocidas [130] (2004), de Rébecca Dautremer [131] y Philippe Lechermeier [132]; híbridos entre álbumes y cómic tan extraordinarios como Emigrantes [133] (2006), de Shaun Tan [134].

NOTAS

Este artículo fue publicado en Aceprensa el 23 de mayo de 2007.