Escritor norteamericano. 1904-1991. Nació en Radzymin, Polonia. En el año 1935 emigró a EE.UU., donde siguió escribiendo en yídish y publicando muchos libros que, traducidos al inglés, le proporcionaron un amplio reconocimiento. A los sesenta años comenzó a publicar cuentos para niños. Premio Nobel 1978. Murió en Miami, Florida.
Krochmalna nº 10Madrid: SM, 1986, 2ª ed.; 252 pp.; col. Gran Angular; trad. de Pedro Barbadillo Gómez; ISBN: 84-348-1532-X.
El autor, hijo de un rabino, casado a su vez con una hija de rabino, vivió sus años jóvenes en la Polonia de comienzos de siglo, en el número 10 de la calle Krochmalna, en Varsovia. Recoge sucesos y relatos que vivió o que oyó contar en el observatorio privilegiado del tribunal rabínico de su padre.
Cuentos judíos de la Aldea de ChelmBarcelona: Lumen, 2002; 80 pp.; ilust. de
Maurice SENDAK; trad. de Homero Alsina Thevenet; ISBN: 84-264-5055-5. Nueva edición, titulada
Zlateh, la cabra y otras historias, en Pontevedra: Kalandraka, 2019; 90 pp.; col. Libros para soñar; ilust. de
Maurice SENDAK; trad. de Miguel Azaola; ISBN: 978-84-8464-446-0. [
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Además, el autor publicó una recopilación de cuentos mucho más extensa en 1984, titulada
Stories for Children. De ella se han hecho dos ediciones en castellano:
—Cuentos judíos: Madrid: Anaya, 1989; 303 pp.; col. Laurín; ilust. de
Eusebio Sanblanco y
Mª Teresa Sarto; trad., apéndice y notas de Andrea Morales; ISBN: 84-207-3350-4; agotada.
—Cuentos para niños: Madrid: Anaya, 2004; 352 pp.; ilust. de
Javier SÁEZ CASTÁN; prólogo de Vicente Muñoz Puelles, con trad., apéndice y notas de Andrea Morales; ISBN: 84-667-3986-6. [
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Siete relatos que se desarrollan en Chelm, «una aldea de tontos: tontos jóvenes y tontos viejos». En ellos hay cuentos sencillos y tiernos (La cabra Zateh – Zlateh, la cabra, según la edición), de engaños y autoengaños (Paraíso de tontos – El paraíso del necio, El primer Shlemiel, Los pies mezclados y el novio tonto – Los pies enredados y el novio lerdo, La nieve de Chelm – Nieve en Chelm), y con el diablo como protagonista, un tema predilecto de Singer (La trampa del diablo, El cuento de la abuela).
El conjunto de las obras de Singer compone un pormenorizado retrato del mundo judío del Este europeo. Con su producción de cuentos revela una de sus facetas más ricas y salva la memoria de su lengua tradicional y de su pueblo. En algunos relatos evoca sucesos o anécdotas casi intrascendentes de su infancia y adolescencia con acentos casi mágicos. En otros, sin embargo, emplea su estilo personalísimo y sugestivo para fabricar narraciones con un reconocible sabor tradicional, en las que puede arrancar, por ejemplo, así: «Había una vez un padre que tenía cuatro hijos y cuatro hijas. Los hijos usaban melenas y las hijas usaban trenzas. Puestos uno al lado de otro, parecían peldaños de una escalera». Por la edad a la que los publicó, son buena muestra de su madurez y vigor narrativos, y en ellos no planea el desasosiego angustioso que atenaza tantas veces a los personajes de sus obras mayores.
También aparecen relatos de distinto tipo en el libro citado de memorias (que no es el único del autor), un retrato afectuosamente irónico del viejo judaísmo centroeuropeo, convulsionado por los acontecimientos externos (persecuciones de finales de siglo, años de la primera Guerra Mundial), por la efervescencia del sionismo naciente y por la irrupción de ideas que cuestionaban las viejas creencias. Por una parte, Singer afirma que «en aquel mundo del viejo judaísmo encontré un manantial de tesoro espiritual. Tuve la oportunidad de observar nuestro pasado, cómo fue en realidad. El tiempo parecía retroceder. Estaba viviendo la historia judía». Por otra, también indica que «la guerra (la primera Guerra Mundial) me demostró lo inútiles que eran los rabinos, incluido mi padre», y confiesa su alejamiento intelectual y vital del mundo de sus padres: «Mi hermano y sus libros profanos habían sembrado en mi mente la semilla de la herejía».
Los sucesos que vive conducen al joven Isaac, un lector insaciable, curioso e inquieto, que capta la falta de respuestas del mundo en el que vive, a replantearse los fundamentos del mundo tradicional de sus mayores. Al ir presentando distintos comportamientos, nobles y canallas, normales e insensatos, tan serios que resultan cómicos o tan cómicos que parecen serios, el lector asiste a esos momentos en los que la mente de un chico es como un rompecabezas: «¡Qué vasto era el mundo y qué rico en gentes de toda clase y en sucesos extraños! ¡Y qué alto estaba el cielo, allá por encima de los tejados! ¡Y qué profunda la tierra, debajo de los adoquines! ¿Y dónde estaba Dios, de quien se hablaba constantemente en nuestra casa? Yo estaba asombrado, encandilado, fascinado… Comprendí que ese enigma tenía que resolverlo yo solo, con la ayuda de mi propio raciocinio».
Padres sin respuestas… pero admirables
La indudable piedad de sus padres, de su padre sobre todo, cae a veces en lamentables confusiones. Y así, cuando sale a defender a un rabino un tanto singular, su madre salta:
«—¿Cómo puede ser santo un loco?
—¡Vete! Vas a corromper a los niños —dijo mi padre.
—Yo quiero que mis hijos crean en Dios, no en un idiota —contestó mi madre».
Sucesos como éste llevan al joven Isaac a la reflexión. «Aunque entonces yo era sólo un niño y me faltaba valor para hacer comentarios personales, tenía un montón de preguntas. […] Para mi padre, la respuesta a todas las preguntas era Dios. Pero ¿cómo podía saber él que existía Dios si nadie lo había visto? Mas, si no existía, ¿quién creó el mundo? ¿Cómo puede una cosa crearse a sí misma? ¿Qué pasaba cuando alguien moría? ¿Habría de verdad cielo e infierno? ¿O una persona muerta no se diferenciaba de un insecto muerto? No recuerdo cuándo dejaron de atormentarme estas preguntas».
Constatar que sus padres no tenían respuesta para todo no le impide mostrar su admiración y piedad filial hacia ellos: «Aunque mi madre y mi padre no se parecían en nada, a ambos les repugnaba la vulgaridad, la ostentación, el disimulo y la adulación. Constituían una familia para la que la derrota era preferible a la indignidad y que entendía que los logros había que ganarlos honrosamente. Éramos los herederos de un código heroico, aún no descrito en la literatura yídish, basado en la aptitud para afrontar el sufrimiento por el bien de la pureza espiritual».
Ediciones de los cuentos de Singer
La recopilación de cuentos citada en primer lugar merece la pena por los magníficos dibujos de Maurice Sendak, pero sin duda es más jugosa la colección completa que publicó el autor en 1984, Stories for Children, de la que se han hecho las dos ediciones en castellano que se indican arriba.
En ambas se incluyen dos jugosos textos de Singer: una reflexión titulada «¿Son los niños los mejores críticos literarios?» y una breve nota-prólogo. En esta última Singer señala cómo, aunque le gustan las ilustraciones de los cuentos y piensa que son en muchos casos un complemento adecuado para los relatos, «sigo pensando que el poder de la palabra es el mejor medio para informar y entretener las mentes de los más jóvenes. La mayoría de las historias que he leído no estaban ilustradas. De más está decir que los relatos de la Biblia, que he leído y releído, no tienen ilustraciones. En este volumen me satisface poder hablar a mis jóvenes lectores solo con la palabra. Sigo pensando que en el comienzo fue el Logos, el poder de la palabra». Ante tal declaración del autor, ¿no hubiera sido mejor presentar sus cuentos sin ilustraciones? Y más aún cuando así parece declarar no querer repetir la experiencia de la edición de cuentos de 1966, cuando el encargado de poner imágenes a sus relatos fue nada menos que Maurice Sendak que, además de ser un extraordinario ilustrador, tenía una particular conexión con Singer por compartir con él su condición de judío de origen polaco.
9 febrero, 2006