MACLEAN, Alistair

MACLEAN, AlistairAutores
 

Escritor británico. 1922-1987. Nació en Glasgow. Durante la segunda Guerra Mundial combatió alistado en la Marina inglesa. Estudió en la universidad de Glasgow, en la que llegó a ser profesor. Obtuvo éxito con su primer libro, HMS Ulysses (1955), origen de su larga carrera como escritor de novelas de acción. Falleció en Múnich, Alemania.


Los cañones de Navarone
Barcelona: Orbis, 1988, 288 pp.; col. Biblioteca Grandes Éxitos; trad. de A. Rivero; ISBN: 84-402-1844-3. Nueva edición en Barcelona: Planeta, 2008; 302 pp.; col. Militaria; ISBN: 978-84-08-08263-7.

Segunda Guerra Mundial. Un comando formado por cinco hombres es enviado a una operación de sabotaje en una isla del mar Egeo: volar los cañones de la isla de Navarone. De tal acción depende la suerte de mil doscientos soldados aliados. Como es fácil suponer, es una situación desesperada en la que «sólo una misión de sabotaje con guerrilla podría tener éxito. Una posibilidad remota, casi suicida, pero que existía».


Cabo de Java
Barcelona: Plaza & Janés, 1979; col. Reno; 316 pp.; trad. de Esteban Riambau; ISBN: 84-01-43340-1; agotado. A la derecha, portada de una edición inglesa.

Segunda Guerra Mundial, en el Pacífico. En un deslumbrante arranque, Maclean coloca delante del lector a distintas personas que, al huir de una isla que está a punto de caer en manos de los japoneses, embarcan juntos e inician una dura travesía. Entre ellos habrá un espía enemigo noble, y no uno sino varios héroes distintos, aunque John Nicolson sobresalga: «Siempre competente cuando se trataba de cuestiones de competencia, brillante cuando la simple competencia no bastaba, nunca cometía error alguno, su eficiencia era casi inhumana». Maclean nos obsequiará con algunas consideraciones infrecuentes: «Tratándose de forjadores de imperios y de colonizadores, los ingleses somos los mejores del mundo… y también los peores».


Base en el Ártico
Barcelona: Plaza & Janés, 1977; 254 pp.; col. Reno; trad. de E. Rovira Marsal; ISBN: 84-01-43565-X; agotado. A la derecha, portada de una edición inglesa.

En plena guerra fría, un submarino va en rescate de una estación meteorológica que se ha quedado incomunicada, y que el más tonto sabe que no es sólo eso. Abundan los detalles técnicos y los elogios hacia la eficiencia y la responsabilidad de los oficiales del submarino. El narrador es el propio héroe, un tipo seguro de sí mismo, preparadísimo, infatigable y previsor.



Maclean, un autor popular ignorado por una cierta crítica, a la que, a su vez, él correspondía del mismo modo, tiene las dotes del consumado narrador. Todas sus obras se leen y siguen con facilidad a pesar de que algunas contengan abundantes personajes. En todas hay acción, ritmo, suspense, sorpresas, situaciones límite… y frecuentes citas shakespearianas directas o indirectas. Pero es perceptible que las primeras novelas, antes de ponerse a escribir casi expresamente para el cine, son relatos más sólidos y elaborados, con prolija información técnica cuando es preciso, como se puede ver en Base en el Ártico.

Los cañones de Navarone es su segunda novela y en ella utiliza unos ingredientes típicos: un mundo normalmente masculino; un desarrollo de la trama rápido; un héroe y sus amigos, valientes e inteligentes, con recursos inagotables, con frecuencia capturados y maltratados, que sufren físicamente lo indecible pero aguantan. El héroe de Maclean es seguro y sereno, sabe que «la velocidad es vital, la prisa fatal»; tiene «la habilidad para despertar del más profundo de los sueños al más ligero de los ruidos extraños», pero «la violencia de una tormenta le hubiera dejado tan tranquilo». Su confianza en sí mismo nunca se quiebra, ni tampoco afloja el sentido del humor ni el orgullo por dura que sea la situación. Consciente de que será observado por millones de espectadores, sus respuestas son contundentes: cuando el capitán Briggs se queja de haber sido despertado de madrugada, la seca réplica de Mallory le pondrá en su sitio: «Reserve esos detalles para su biografía».

En sus novelas más trabajadas, como Los cañones de Navarone y Cabo de Java, Maclean ahonda en las psicologías, si no de todos, de algunos de sus protagonistas. En la primera, por ejemplo, del teniente Stevens, (un caso semejante al de Enrique Feversham en Las cuatro plumas), reconcomido por «el miedo al miedo y, sobre todas las cosas, a que los demás lo descubrieran». Una marca de la casa de Maclean es añadir siempre uno o dos giros inesperados en la trama, aunque los de Los cañones de Navarone no sean de los más sorprendentes.

Las novelas de acción correspondientes a estas guerras contienen lugares comunes como el «frenético y salvaje tabletear de las ametralladoras», «un tableteo rítmicamente interrumpido por un suspiro semihumano al pasar la cinta por la recámara». «Una Spandau —dirá Mallory—. Cuando se ha oído una Spandau ya no es posible olvidarla». Y tópicos como el prototipo de oficial alemán que cristalizará en tantas películas bélicas: «Un hombre de aspecto limpio, elegante y malvado por completo. Había algo congénitamente maligno en su largo pescuezo que se alzaba, flacucho, sobre sus almohadillados hombros, algo repelente en la incongruentemente pequeña cabeza de forma de bala que lo coronaba. […] Sonriera o no, las pupilas de sus hundidos ojos permanecían siempre inalterables, inmóviles, negras, vacías. […] Sentado ante una mesa plana […] se adivinaba por instinto que la raya de su pantalón, el brillo de sus botas, no merecerían reproche».

En Base en el Ártico, Maclean emplea la fórmula de convertir al héroe en el narrador de sus propias aventuras, adoptando ese característico humor sarcástico y autosuficiente, propio de los incombustibles superhéroes de las películas de acción, que atrae a los incondicionales pero que, además de restar verosimilitud al relato, puede llegar a resultar cargante.

Póliza de seguros contra el fracaso

Los cañones de Navarone,
como muchas novelas de acción, se inicia con la formación de un equipo integrado por componentes con cualidades y misiones distintas. La primera parte de la novela transcurre describiéndolos y el lector atento capta que ninguna observación es trivial: todas tendrán su aplicación llegado el momento.

De Keith Mallory se nos dice que habla el griego como un griego, el alemán como un alemán, que es un saboteador experto y un gran organizador, «la mosca humana y el escalador de lo inescalable, de acantilados verticales y precipicios imposibles». «Dieciocho meses en Creta habían desarrollado en él un sentido infalible para juzgar la capacidad de un hombre para sobrevivir».

El teniente Andy Stevens, joven, «absurdamente joven», entusiasta, un alpinista de primera, fanático grecófilo con tanto dominio del griego antiguo como del moderno… El cabo Dusty Miller, enjuto, fibroso, correoso, un genio de los explosivos, mañoso y frío, exacto y mortal en la acción, el más depurado saboteador… El telegrafista Casey Brown, moreno y compacto, ingeniero, guerrillero condecorado en numerosas ocasiones… Y, sobre todo, el teniente coronel Andrea, «el de la risa sonora y continua y trágico pasado», un hombre «con paciencia ilimitada, tranquila y mortal, extraordinariamente ágil a pesar de su volumen, con un paso felino que explotaba en acción. Andrea era la perfecta máquina de guerra. Era una póliza de seguros contra el fracaso».

Y al reflexionar sobre sus hombres, «Mallory movió la cabeza aprobando con imperceptible satisfacción. No se hubiera podido elegir un equipo mejor». En plena vorágine, conmovido, concluirá que «no existía ninguna palabra capaz de justificar a hombres de este temple, capaz de hacerles justicia».


20 octubre, 2011
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