Escritor norteamericano. 1920-2012. Nació en Wankegan, Illinois. Empezó a publicar cuentos cortos a finales de los años treinta y, pocos años después, ya era un escritor de referencia en la ciencia-ficción. Escribió obras de teatro, guiones para televisión y para el cine, entre los que destaca el que hizo para Moby Dick, en colaboración con el director de la película, John Huston. Falleció en Los Ángeles.
Crónicas marcianasBarcelona: Minotauro, 2002, 10ª reimpresión; 272 pp.; trad. de Francisco Abelenda; prólogo de Jorge Luis Borges; ISBN: 84-450-7385-0. [
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Veintisiete relatos, «de concepción y ejecución muy diversa», que superan los límites de la ciencia-ficción, si es que la ciencia-ficción tiene límites. El primero se titula Enero 1999 y el último Octubre 2026. Su tema, dice Borges, «es la conquista y colonización del planeta». En ellos «vencen los hombres y el autor no se alegra con su victoria».
Farenheit 451Barcelona: Nuevas ediciones de bolsillo, 2001, 2ª impr.; 176 pp.; col. El Ave Fénix; trad. de Alfredo Crespo; ISBN: 84-8450-196-5. Nueva edición en Debolsillo, 2009; col. Contemporánea; ISBN: 978-8497930055. [
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Estados Unidos, una época en la que los coches corren tanto que las vallas publicitarias ya no miden seis metros sino sesenta; un tiempo en el que los bomberos provocan los incendios en lugar de apagarlos. Guy Montag es uno de ellos, hasta que se cruza en su camino una chica, Clarisse, y un viejo, Faber, que le hacen reflexionar.
La feria de las tinieblasBarcelona: Minotauro, 2002; 300 pp.; trad. de Joaquín Valdivieso; ISBN: 84-450-7014-2. Nueva edición en Barcelona: Planeta, 2019; 336 pp.; col. Biblioteca de autor; trad. de Rubén Masera; ISBN: 978-8445007457. [
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Octubre. Dos chicos de trece años, vecinos: Jim Nightshade, pelo de color como de castaña encerada, y William Halloway, rubio, hijo del bibliotecario del pueblo. Después de un comienzo «normal», en el que se presenta su modo de ser y sus familias, todo se hace muy extraño cuando unos feriantes se instalan en la ciudad.
El vino del estíoBarcelona: Minotauro, 1996, 2ª impr.; 224 pp.; trad. de Francisco Abelenda; ISBN: 84-450-7057-6.
Verano de 1928. En distintos capítulos se suceden acontecimientos de la vida de (o alrededor de) Douglas Spalding, doce años, y su hermano pequeño Tom, un chico apasionado de las estadísticas más asombrosas. El título, el original y el castellano, aluden a uno de los textos en los que Douglas rememora «el vino de diente de león. Las palabras sabían a verano. El vino en verano encerrado y taponado. […] Y allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana, con la luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino».
Hay quienes no consideran a Bradbury un escritor de ciencia-ficción pues en sus obras hay una clara y buscada mezcla de géneros: pero es que no está claro que la ciencia-ficción sea un género, sino que parece más bien un marco, un ambiente. Y, en él, Bradbury se mueve como pez en el agua: no trata tanto de colocar a sus personajes en otros planetas o en otras épocas, como de situarlos en otra dimensión donde los peligros son nuevos y tienen un alcance mayor o diferente.
Farenheit 451 pertenece al género de novelas que diseñan con pesimismo una futura sociedad totalitaria, como Un mundo feliz (Huxley, 1932), o 1984 (ORWELL, 1948). Y también Crónicas marcianas tiene un fondo pesimista. Pero en ambos casos se ve compensado por el apasionamiento con que Bradbury defiende la libertad: el futuro permanece abierto y puede ser distinto. Si el lenguaje de Bradbury tiene habitualmente intensidad poética y sus personajes están dotados de profundidad psicológica, en el caso de Montag resulta también convincente la descripción de su evolución moral.
La feria de las tinieblas es una novela importante por su influencia en tantísimos relatos terroríficos para niños y adolescentes. Son muchos los escritores que confiesan el impacto que tuvo en ellos cuando la leyeron. Bradbury tiene una prosa que atrapa y que aquí usa para representar un conflicto interior en clave fantástica, cuyo mensaje final habla del poder de la risa: «Una simple sonrisa, Willy, y la gente de la noche no lo puede soportar. El sol está ahí. Ellos odian el sol. No podemos tomarlos en serio, Willy».
El vino del estío es un libro distinto a los anteriores. En él Bradbury recoge los momentos exultantes de una infancia feliz, donde los niños juegan y descubren la vida, los padres comprenden a sus hijos, y hay unos vecinos que pueden ser peculiares pero, en su mayoría, son normales. El joven Douglas va reconociendo sentimientos viejos y nuevos dentro de sí mismo. Algunos son transfigurados por su fantasía: «Había magia en un nuevo par de zapatos». Otros se imponen con tanta fuerza que no necesitan ningún añadido: «¡Estoy realmente vivo!, pensó. ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo. Aulló en silencio una docena de veces. Piénsalo, ¡piénsalo! ¡Doce años y ahora lo descubro!». También su hermano Tom se ve conmovido por nuevos descubrimientos: «El impacto esencial de la soledad de la vida sacudió el cuerpo tembloroso de Tom. […] Debía aceptar su soledad y aceptarla además como punto de partida». Los pequeños Spalding, en los que un nostálgico Bradbury ha volcado muchos de sus recuerdos, aprenden el miedo al ver asustada a su madre, descubren que la muerte llega y algún día les tocará el turno, y sienten ya el tirón de la ansiedad vital a lo Thomas WOLFE. Pero, si siguen el consejo de su abuela, tienen una respuesta algo más (pero no mucho más) esperanzada que la de Wolfe: «Yo no muero realmente. Nadie con una familia muere realmente. Se queda alrededor. Durante mil años a partir de hoy todo el pueblo de mis descendientes morderá manzanas ácidas a la sombra de un gomero. ¡Esa es mi respuesta a las preguntas importantes!».
Dale a la gente concursos
En Farenheit 451, cuando Montag llega a su casa por la noche encuentra a su mujer tendida y «en sus orejas las diminutas conchas, las radios como dedales fuertemente apretadas, y un océano electrónico de sonido, de música y palabras, afluyendo sin cesar a las playas de su cerebro despierto. Cada noche, las olas llegaban y se la llevaban con una gran marea de sonido, flotando ojiabierta hacia la mañana».
Clarisse, la vecina, hace que Montag caiga en la cuenta de que «la gente no habla de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa, o de piscinas y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original».
Y su jefe, Beatty, se da cuenta de su crisis e intenta reconducirlo: «Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. […] Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales del Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórrala de datos no combustibles, lánzales encima tantos hechos que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto información. Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. […] Así, pues, adelante con los clubs y las fiestas, los acróbatas y los prestidigitadores, los coches de reacción, las bicicletas helicópteros, el sexo y las drogas, más de todo lo que esté relacionado con los reflejos automáticos».
El fundamento de la esperanza
En El vino del estío los hermanos Spalding dialogan entre sí:
«—Confía en mí (dice Tom).
—No me preocupas tú —dijo Douglas—, sino el modo como Dios gobierna el mundo.
Tom pensó un momento.
—Bueno, Doug —dijo—, hace lo que puede».
Su concepto de Dios, como se ve, es el de un Creador bondadoso pero impotente. Y, en consecuencia, su esperanza tampoco es sólida, aunque sirva para ir tirando:
«—Tom, dime la verdad.
—¿Qué verdad?
—¿Qué ha ocurrido con los finales felices?
—Puedes verlos en el cine, los sábados a la tarde.
—Sí, ¿pero y en la vida real?
—Sólo sé decirte que cuando me acuesto de noche me siento muy bien. Es el final feliz del día. A la mañana siguiente me levanto y quizá las cosas anden mal. Pero me basta recordar que esa noche me iré a la cama, y que estar acostado un rato arregla las cosas».
Todo el fundamento de la esperanza es aquí la energía juvenil que se apoya en un futuro que se ignora y que puede ser formidable… Pero incluso cuando lo sea, al ir ganando pasado y perdiendo futuro, es un cimiento que va perdiendo poco a poco solidez.
Otros relatos: Switch on the Night, años más tarde convertido en álbum ilustrado por Leo y Diane Dillon; Siempre nos quedará París.
18 julio, 2007