FRANK, Ana

FRANK, AnaAutores
 

Escritora holandesa. 1929-1945. Nació en Ámsterdam. Junto con su familia, cuando tenía trece años se ocultó y permaneció en un escondrijo hasta 1944, año en que fueron descubiertos. Luego fue deportada al campo de concentración de Bergen-Belsen, donde murió en 1945.


Diario de Ana Frank
Barcelona: Plaza & Janés, 1981, 6ª ed.; 315 pp.; col. Reno; trad. de Juan Cornudella; prefacio de Daniel Rops; ISBN: 84-01-43474-2; agotado.
Nueva edición en Barcelona: Plaza & Janés, 2000, 10ª ed.; 320 pp.; col. El Ave Fénix; edición de Otto H. Frank y Mirjam Pressler; trad. de Diego Puls; ISBN: 84-01-42266-3. Edición ampliada en Debolsillo, 2003; 384 pp.; ISBN: 978-8497593069. [Vista en amazon.es]

Ámsterdam, 1942. Los Frank y sus hijas, Margot y Ana, se ocultan de los nazis. Comparten el lugar con los Van Daan y su hijo Peter. Semanas más tarde se suma un nuevo refugiado: el doctor Duessel. Ana escribe un diario de aquellos meses, en el que narra sus reacciones ante los incidentes de una tensa convivencia marcada por la espera y las noticias diarias del receptor de radio. Las anotaciones acaban el 1 de agosto de 1944. El diario fue descubierto después de la guerra, en 1947. El padre de Ana, Otto Frank, el único de aquellos refugiados que volvió, es quien decidió publicar el diario de su hija.



Cualquier diario tiende a caer en el narcisismo y a buscar la propia justificación, directa o en la comparación con los demás. En un caso como el de Ana, esto se potencia por las circunstancias tan peculiares de la vida de refugiado: «El peligro y las tinieblas se ciernen a nuestro alrededor y, al buscar desesperadamente una salida, todo lo que conseguimos es chocar los unos contra los otros». Ana se puede dejar llevar por el sarcasmo al describir los caracteres de sus compañeros: «“Escoger” es su divisa», dirá de la señora Van Daan. Pero, en general, su mirada es objetiva y serena: se juzgará a sí misma como una «incurable bola de nervios», «un amasijo de contradicciones», y tendrá capacidad de rectificar, de pedir perdón, de volver a empezar: «Por la noche, en mi cama, paso revista a los numerosos pecados y faltas que me han sido atribuidos durante la jornada y me pierdo como un náufrago en aquel mar de acusaciones. Entonces me echo a reír o a llorar. Depende de mi estado de ánimo». La narración de Ana desprende candor, ingenuidad, y las contradicciones e inseguridades de cualquier adolescente, aunque las circunstancias de su vida sean tan difíciles. El estilo es eficaz y penetrante, «rara es la página en la que falta un detalle de tino y una precisión psicológica singular, y seguidamente una expresión ingenua, una alusión, bastan para recordarnos que la pequeña escritora apenas ha traspuesto los umbrales de la vida» (Rops).

Ana es clara en el modo de narrar sus relaciones con sus padres, con su hermana y con Peter Van Daan. Así, manifiesta que «lo que más me pesa es el carácter de mi madre y sus defectos. Esto me oprime el corazón […], todo esto ocurre porque en mi alma anida una imagen ideal: la de la mujer-madre, que en nada se parece a la que tengo que llamar madre. […] ¿Existen realmente padres capaces de dar entera satisfacción a sus hijos?». Su acercamiento a Peter, propiciado por las circunstancias, da lugar a la primera experiencia amorosa de Ana. Una versión publicada en 1993 añadió una cuarta parte del texto que, años atrás, se consideró mejor no incluir pues trataba con más detalle sobre las discusiones de Ana con su madre y con más realismo sobre su despertar sexual. Lo cierto es que no añaden nada significativo.

El arte de vivir

Ana Frank tiene unas enormes ganas de mejorar: «Me esfuerzo infinitamente en cambiar, pero me bato siempre contra unos ejércitos más fuertes que yo». Pero su empeño es evidente: «Por la mañana, para vencer la pereza que me caracteriza […] me levanto de un salto, diciéndome: “Volverás a acostarte enseguida, bien acurrucada en la cama”, pero lo que hago es ir a la ventana, quitar el camuflaje de la defensa pasiva y aspirar el aire fresco por la rendija hasta que estoy bien despierta. Enseguida quito la ropa de la cama para alejar la tentación. A esto, mi madre le llama “el arte de vivir” y yo lo encuentro muy divertido». El poder conmovedor del Diario de Ana Frank, y que lo ha convertido en un paradigma del valor de la literatura como testimonio, no está en la personalidad de Ana, ni en que su narración tenga categoría literaria y humana, aunque tales factores sean importantes. Reside más bien en que, a pesar de las circunstancias, se respiran unas ganas de vivir y una confianza de fondo en la bondad humana que parecerá injustificada. Al contrario de cualquier novela, el lector sabe con certeza el desenlace que ignora por completo el narrador… Pero el verdadero final, para el lector, será otro: sin enunciarlas, el Diario de Ana Frank le ha metido en el alma las preguntas decisivas en torno al sentido de la vida.


15 noviembre, 2007
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