Escritor británico. 1859-1932. Nació en Edimburgo, Escocia. Estudió en Oxford y trabajó en el Banco de Londres, ocupación con pocos alicientes para él. Viajó mucho a Italia, país que le entusiasmaba. Después del fallecimiento de su hijo, cuando tenía 20 años, abandonó toda vida social. Murió en Pangbourne, Berkshire.
La edad de oroMadrid: Rialp, 2012; 143 pp.; col. Narraciones y novelas; trad. de José Manuel Mora Fandos; ISBN: 978-84-321-4177-5.
Cada uno de los dieciocho capítulos del libro narra una escena de la infancia de cinco hermanos que viven con unos tíos suyos en una casa de campo inglesa. Los protagonistas son, aparte del narrador, su hermano mayor Edward, su hermano menor Harold, y sus hermanas Selina y Charlotte. La última de las escenas es la de los hermanos despidiendo a Edward en el tren que le llevará a la escuela donde vivirá interno. Las intermedias son distintas «hazañas» de los héroes. A esta obra siguió, poco tiempo después, Dream Days (1898), un libro parecido que contenía, entre sus ocho capítulos, el relato El dragón perezoso.
El dragón perezosoBarcelona: Diagonal Junior, 2003; 73 pp.; ilust. de
E. H. SHEPARD; trad. de Victoria Alonso; ISBN: 84-9762-062-3. Nueva edición en Barcelona: Noguer, 2010; 92 pp.; col. Noguer infantil; ISBN: 978-84-27901025. [
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Cuando un dragón se instala en una cueva de las colinas y el pastor que lo descubre no sabe qué hacer, su hijo se ocupa de charlar con él y ver qué planes tiene. Descubre pronto que no tiene malas intenciones pero el pueblo se pone nervioso y piensa que deben acabar con el dragón, por lo que acaba llegando San Jorge para combatir con él. Entonces el chico apaña un combate que deja satisfechos a todos.
El viento en los saucesMadrid: Anaya, 1988, 3ª ed.; 221 pp.; col. Laurín; ilust. de Harry Hargreaves; trad. de Lourdes Huanqui; apénd. y notas de Jeremy Baker; ISBN: 84-7525-137-4.
Otras ediciones en:
—Madrid: Alianza, 2003; 200 pp.; col. El Libro de Bolsillo; trad. de Lourdes Huanqui; ISBN: 84-206-5522-8; nueva edición en 2016; 232 pp.; ISBN: 978-8491044499 [
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—Barcelona: Juventud, 2000, 4ª ed.; 230 pp.; ilust. de
Ernest H. SHEPARD; trad. de Mariano Manent; ISBN: 84-261-5577-4. [
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Un fanfarrón, atolondrado e irresponsable Sapo es ayudado por sus amigos la Rata de río, el Topo y el Tejón. El Sapo, como él mismo dice, sólo desea «oír los tumultuosos aplausos que siempre me parecen que, de alguna forma, sacan a la luz mis mejores cualidades». Esto le ocasiona unos líos considerables: robos, arrestos, escapadas… Por último, junto con sus amigos, el Sapo pelea contra unas comadrejas que habían ocupado su casa durante su ausencia.
Lo más característico de La edad de oro es, por un lado, su tono a la vez nostálgico, de tiempos felices que no volverán, e irónico, contra los adultos que no comprenden nada de las cosas importantes de la vida. Así, hay un momento en que el narrador tiene conciencia de que no tardará en dejar atrás su niñez y comenta: «¡qué lejano me parecía ya todo aquello, en el espacio y en el tiempo, mientras me demoraba aún en el umbral de aquel otro viejo mundo!». O, cuando están a la espera de un nuevo tutor, nos indica que el mayor, «Edward, que preveía que lo peor de la opresión tutorial caería sobre él, estaba malhumorado, monosilábico y determinado a ser tan negativamente desagradable como los límites de las buenas maneras permitiesen». Por otra parte, la narración, en la tradición de tantos relatos ingleses de pandillas y de travesuras, resulta notable por la multitud de referencias a los clásicos griegos, y a muchos relatos infantiles y juveniles —relatos de CARROLL y de BALLANTYNE, cuentos populares y leyendas artúricas, etc.—, que sin duda los niños conocían bien, aunque seguramente no con tanto nivel como el texto da a a entender.
El dragón perezoso es una historia que precede a muchos cuentos irónicos sobre dragones, empezando por los de Edith NESBIT y siguiendo, décadas después, por los de Rosemary WEIR acerca de El dragón Albert. La naturalidad de la narración está potenciada por las ilustraciones que acompañan esta edición, las que le puso E. H. Shepard en 1928, después de haber ilustrado Winnie the Pooh dos años antes. El relato no se cuenta con el punto de vista de un chico sino con el de un adulto, que sugiere que la lectura hace a los jóvenes más capaces que a los adultos de buscar soluciones nuevas frente a lo inesperado. Y que también ironiza sobre la pasión por las peleas: el dragón dice a San Jorge cómo, en su opinión, no hay motivo alguno por el que deban pelear, que todo el lío montado le parece absurdo, «fruto de los convencionalismos y el empecinamiento popular».
Años después, Grahame escribió El viento en los sauces a raíz de haber inventado a sus protagonistas para su hijo pequeño. No se preocupó de hacer verosímil el comportamiento de los animales que describe, al modo propio de Beatrix POTTER, sino que deseaba mostrar tipos humanos e ironizar amablemente sobre algunos comportamientos. Es algo extraño el capítulo titulado «El flautista en el umbral del alba»: no estaba previsto ni encaja mucho dentro del plan del relato, pero responde a los deseos del autor de propagar una especie de paganismo natural basado en el amor a la naturaleza.
En cualquier caso, Grahame consiguió una obra de gran nivel literario que se caracteriza por un estilo y un lenguaje aparentemente simples, pero en realidad muy elaborados. Así, usa recursos gráficos como los guiones o las cursivas o las palabras unidas, para dar sensación de agobio y transmitir el activismo de la Rata o las ansiedades del Sapo. O busca expresamente que sus frases sean sencillas pero tengan una gran musicalidad:
«—¡Escucha el viento, jugando entre los juncos!
—Es como música, música lejana —dijo el Topo, asintiendo soñoliento.
—Eso mismo estaba pensando yo —murmuró la Rata, lánguida y soñadora—. Música para bailar… la clase de ritmo que corre sin pausa, pero además con palabras… A veces tiene letra y otras no».
A eso se añade que Grahame describe con gran riqueza los paisajes, tanto de Inglaterra como de las soleadas tierras del Sur. Y nos hace sentir hasta físicamente el encanto de la naturaleza: «Era una brillante mañana a principios de verano; el río había recuperado su cauce normal y su acostumbrado ritmo, y un sol caliente parecía tirar hacia sí, como con cuerdas, y fuera de la tierra, de todo lo verde, frondoso y puntiagudo».
Lo único importante de la vida
En El viento en los sauces el autor vuelca una parte de su interioridad en su vivísima pintura de la tensión entre «la llamada del Sur» y el temor a cortar con el pasado y dejar atrás lo cotidiano. La simpática Rata, —«una carita pequeña y marrón, con bigotes. Una cara seria y redonda […]. Unas orejas pulcras y pequeñas y un pelo espeso y sedoso»—, siente un gran desasosiego interior cuando una colega cosmopolita enciende sus deseos de marcharse: «La Rata, inquieta, […] subió la ladera que se levantaba en suave pendiente desde la ribera norte del río y se tendió mirando hacia el gran anillo de colinas que limitaba su vista más al sur: su simple horizonte de aquí, sus Montañas de la Luna, su límite detrás del cual no había nada que le hubiera importado ver o conocer. Hoy, que miraba hacia el sur con una recién nacida inquietud en el corazón, el cielo claro sobre el largo y bajo perfil de las colinas parecía vibrar con promesas; hoy sólo importaba lo no visto: lo desconocido era la única cosa importante de la vida. De este lado de las colinas estaba ahora lo verdaderamente incomprensible; del otro lado, los apretados y coloridos paisajes que su imaginación veía tan claramente. ¡Qué mares había allá lejos, verdes, saltarines y encrespados! ¡Qué costas bañadas por el sol, con sus casitas blancas resplandecientes contra los bosques de olivos! ¡Qué tranquilos puertos, atestados de elegantes barcos con destino a islas púrpura de vinos y especies, islas incrustadas en lánguidas aguas!»
La etiqueta animal… y la humana
El viento en los sauces nos hace saber que «va contra la etiqueta animal explayarse sobre posibles problemas venideros, ni tan siquiera aludirlos»; que «la etiqueta animal prohíbe cualquier tipo de comentario sobre la desaparición de un amigo, en cualquier momento, por cualquier razón, o sin razón alguna»; y que «no debe esperarse, de acuerdo con las reglas de la etiqueta animal, que ningún animal haga nada extenuante, heroico, ni siquiera moderadamente activo, durante los meses de invierno». Pero también nos da sensacionales lecciones de buena educación… humana. Por ejemplo, la capacidad del Tejón para escuchar, «sentado en su sillón, […] asintiendo gravemente […], no parecía sorprendido o sobresaltado con nada, ni comentó: “Ya os lo dije” o “Justo lo que yo decía”, ni indicó que deberían haber hecho esto o aquello, o que no deberían hacer hecho lo otro». O la delicadeza de la Rata, cuando el Topo le muestra su vivienda y ella, «que estaba desesperadamente hambrienta pero luchaba por disimularlo, asentía muy seria, examinándolo todo con el ceño fruncido, mientras decía: “Maravilloso” y “Muy interesante” a intervalos, cuando encontraba la oportunidad de hacer una observación». O el recto sentido de la amistad, como se ve cuando el Tejón habla con claridad al Sapo: «La independencia está muy bien, pero nosotros los animales no permitimos que nuestros amigos hagan el ridículo más allá de ciertos límites y tú has llegado a ese límite».
El gozo del aporreador
Las escenas de La edad de oro rebosan buen humor y entusiasmo poético. Por ejemplo, cuando al protagonista le dejan tocar un piano, instrumento que no conoce, dice: «Los que con dolor y las extremidades ensangrentadas han coronado los riscos del virtuosismo de un instrumento musical, saben que el gozo de aporrear es ya una pérdida irrecuperable para ellos, una sensación extinta. El encanto musical que buscan procede de la conjunción y las relaciones justas entre las notas que interpretan; en cambio, la cualidad y naturaleza puras, absolutas de cada nota en sí, sólo pueden ser apreciadas por el aporreador. Porque algunas notas contienen todo el mar, y otras las campanas de una catedral; también encuentras en otras la agitación de los bosques, flautas, e incluso los graves centauros que se asoman desde sus grutas. De otro tipo son las que traen claros de luna, mientras otras el hondo carmín del corazón de una rosa; algunas son azules o rojas, y otras hablan de un ejército con estandartes de seda y acentos de marcha marcial».
Un gandul redomado
También el encanto de El dragón perezoso procede del tono seriamente burlón que respiran todos los diálogos y los incisos del narrador, y de lo bien que se atrapan las personalidades del chico, bien dispuesto y a la vez quejoso de los líos, y del dragón, tímido y poeta. Así, cuando el dragón le confiesa: «la verdad es que soy un gandul redomado», la respuesta y el comentario posteriores son: «me sorprendes —dijo el niño cortésmente». Y la descripción que hace de sus compañeros y de sí mismo el dragón no tiene desperdicio: «mis compañeros eran todos gente de acción, muy emprendedores y demás: siempre sacando las garras, siempre de refriegas, de batidas en las arenas del desierto, de vigía por las costas, persiguiendo a caballeros por aquí y por allá, devorando damiselas, y haciendo de las suyas en general, mientras que a mí, en cambio, lo que me gustaba era comer a mis horas y luego descansar el lomo contra un roca y echar una siestecita, y al despertar ponerme a pensar en las cosas de la vida, y en cómo continúa siendo lo mismo, ¡ya sabes!…».
7 febrero, 2006