Trevor Noah es un cómico sudafricano que, actualmente, al ser el presentador del programa estadounidense The Daily Show, es una persona muy conocida en todo el mundo. En Prohibido nacer habla de su infancia y adolescencia en Sudáfrica, de las dificultades propias del ambiente en el que creció y, como podemos esperar de un libro así, de sus talentos y habilidades particulares. Es un relato en el que abundan las situaciones trágicas que, sin embargo, se cuentan de modo divertido: el lector puede reírse a gusto porque, al fin, sabe que todo terminará con el éxito social del narrador.
El personaje principal es su madre, una mujer shosha con una singular fe, sobre la que se bromea en muchos momentos, pero a la que se rinde homenaje con un extraordinario golpe final. Una parte de los episodios tienen que ver con travesuras de infancia: «mi madre y yo teníamos una relación muy de Tom y Jerry. Ella imponía la disciplina más estricta y yo me portaba mal de narices». Otra, con las escasas relaciones que tuvo con su padre, un suizo alemán con el que sólo podía estar dentro de casa y con el que no podía caminar por la misma acera. Otra más, con los estallidos de violencia que ocurrían a su alrededor que, sin embargo, no cambiaban el modo de comportarse de su madre: «daba igual que tuviéramos una guerra frente a la misma puerta de casa. Ella tenía cosas que hacer y sitios a los que ir. Era la misma testarudez que la impulsaba a acudir a la iglesia a pesar de tener el coche averiado. Podía haber quinientos agitadores prendiendo una barricada de neumáticos en la avenida principal de Eden Park, y aún así mi madre me decía: “Vístete. Tengo que ir a trabajar. Y tú tienes que ir a la escuela”».
Su madre le puso de nombre Trevor porque era un nombre normal, sin significados: «mi madre no quería que estuviera en deuda con ningún destino. Quería que yo fuese libre para ir adonde quisiera, hacer lo que quisiera y ser quien quisiera». Además, sigue, «me dio las herramientas para lograrlo. Me enseñó el inglés como primera lengua. Me leía todo el tiempo», empezando por la Biblia, y poniendo a su disposición toda clase de libros, como una enciclopedia antigua, los libros de Roald Dahl, las Crónicas de Narnia… Y le hizo aprenderse los salmos y preguntarse qué significaban: «me enseñaba a pensar». Así que, gracias a ella, aprendió, además del inglés —el idioma del dinero—, el xhosa de su madre, el zulú —parecido al xhosa—, el alemán de su padre, el afrikaans —porque era útil saber el idioma de tus opresores—, y el sotho en las calles. Cuenta incidentes que le «hicieron comprender que el idioma, todavía más que el color, define quién eres para la gente».
Habla de que madre nunca se dejó llevar por la autocompasión: «Aprende de tu pasado y haz que ese pasado te ayude a ser mejor persona. No te aferres a tu dolor, no te amargues». Señala que «nunca se quejó, ni de las privaciones de su juventud, ni de las traiciones de sus padres», y que siempre le «crió como si las cosas que yo podía hacer y los sitios a los que podía ir no tuvieran límite alguno. Cuando me acuerdo de aquella época me doy cuenta de que me crió como si yo fuera un niño blanco; no en términos culturales sino en el sentido de hacerme creer que el mundo estaba a mis pies, que tenía que decir siempre lo que pensaba y que mis ideas, pensamientos y decisiones importaban». Es más que interesante la forma en que Noah plantea las tundas que recibió siendo niño: «Cuando mi madre me zurraba jamás le tuve miedo. No me gustaba recibirlas, claro está. Cuando ella decía: “Te pego porque te quiero”, yo no estaba necesariamente de acuerdo con ese razonamiento. Pero yo entendía que aquello era disciplina y que tenía un propósito». Al fin, concluye, «el amor es una acción creativa: cuando amas a alguien, creas un mundo para él. Mi madre hizo eso por mí».
Al hilo de la narración Noah expone bien los orígenes de las actuales tensiones sociales de Sudáfrica y explica los distintos grupos que conviven y chocan por distintos motivos: negros zulú, negros shosha, de color o mestizos, orientales, blancos… Explica la diferencia entre el racismo británico y el racismo afrikáner del siguiente modo: «el racismo británico decía: “si el mono puede andar como un hombre y hablar como un hombre, quizás sea un hombre”. El racismo afrikáner decía: ¿Para qué vamos a darle un libro a un mono?».
Al mismo tiempo hace comparaciones útiles para los lectores occidentales. En una época en la que pertenecía a un grupo musical, cuenta que tenían un bailarín excepcional llamado Hitler y el caos que se desató cuando fueron a tocar en la escuela King David pues, al salir a bailar Hitler, los demás chicos del grupo de baile empezaron a jalearlo con «ale Hitler, ale Hitler…». Explica, con ese motivo, que «Hitler no ofende a un sudafricano negro porque Hitler no es lo peor puede imaginarse un sudafricano negro. Todos los países creen que su historia es la más importante y esto se aplica especialmente a Occidente. (…) Muchos occidentales insisten en que el Holocausto ha sido incuestionablemente la peor atrocidad de la historia de la humanidad. Sí, fue horrible. Pero a menudo me pregunto: las atrocidades cometidas en África, por ejemplo la del Congo, ¿cómo de horribles fueron? Una cosa que no tienen los africanos pero sí tuvieron los judíos es documentación. (…) ¿Cuántos negros murieron recogiendo caucho en el Congo? ¿Y en las minas de oro y diamantes del Transvaal? Así, pues, en Europa y en América, sí, Hitler es el Mayor Loco de la Historia. Pero en África no es más que otro de los hombres poderosos de los libros de historia. Durante el tiempo que fui amigo de Hitler, no me pregunté ni una sola vez: ¿Por qué se llama Hitler? Se llamaba Hitler porque su madre le había puesto ese nombre y ya está».
Trevor Noah. Prohibido nacer: memorias de racismo, rabia y risa (Born a Crime, 2016). Barcelona: Blackie Books, 2017; 326 pp.; trad. de Javier Calvo; ISBN: 978-84-17059-12-5. [Vista del libro en amazon.es]