He actualizado enlaces y corregido algunas cosas pequeñas en Los otros lados de las cosas.
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Estas son algunos de los comentarios que hace Isaac Asimov en sus Memorias sobre su modo de trabajar.
Un escritor «debe apasionarse por lo que sucede entre la idea del libro y su conclusión. Debe amar el proceso real de escribir, los arañazos de una pluma llenando una hoja de papel en blanco, el golpeteo de las teclas de una máquina de escribir, la contemplación de las palabras que aparecen en la pantalla de su ordenador. No importa la técnica que utilice, mientras ame el proceso».
Por otro lado, afirma, «yo no escribo sólo cuando estoy escribiendo. Siempre que no estoy sentado frente a mi máquina de escribir, cuando estoy comiendo, durmiendo o haciendo mis abluciones, mi mente sigue trabajando. A veces, oigo fragmentos de diálogos que atraviesan mis pensamientos o a la charla que estoy exponiendo. Incluso cuando no oigo las palabras concretas, sé que mi mente está trabajando en ello de manera inconsciente».
Cuenta cómo, después de sus primeros intentos de escribir novelas sin tener claro el final, empezó a trabajar de otra forma: «discurrir un problema y una solución para ese problema. Entonces empiezo la historia, inventándola a medida que la escribo, y experimento toda la emoción de descubrir lo que les va a suceder a los personajes y cómo van a salir del lío en el que están, pero trabajando siempre hacia el final conocido, de manera que no me pierdo por el camino».
También, cuando una novela suya no funcionó, dice que descubrió «el error que había cometido. Había intentado ser “literario” cuando no sabía cómo serlo. Nunca volvería a cometer el mismo error. (…) El problema con las obras poéticas es que si se da en el blanco, el resultado es muy bello; si se falla, es basura. Los escritores poéticos son por lo general desiguales. Un escritor prosaico como yo, no alcanza la cima pero evita caer en el abismo. (…) Crear prosa poética cuesta tiempo, incluso para un experto en ello como Ray Bradbury o Theodore Sturgeon. Por esta causa he cultivado deliberadamente un estilo sencillo, incluso coloquial, que se puede crear con rapidez y difícilmente sale mal. Por supuesto, algunos críticos, en cuyos cráneos hay más hueso que cerebro, interpretan esto como «carencia de estilo». Pero si alguien piensa que es fácil escribir con total claridad y sin adornos le recomiendo que lo intente».
En otro momento habla de que Robert Heinlein le contaba que a él «le salía bien a la primera» y siempre enviaba el primer borrador». En cambio, dice, “yo no soy tan bueno. Preparo el primer borrador y los cambios que hago no suelen pasar del cinco por ciento del total; después lo envío. (…) Y en cuanto he pasado una página, la anterior ya es prácticamente inalterable. Por fortuna, como nunca he revisado mucho mis obras, no es algo que me moleste».
También tiene interés este comentario: «Pese a lo prolífico de mi obra nunca he experimentado ni con la vulgaridad ni con el sexo. (…) En realidad, en mis escasas novelas escritas últimamente, me he acostumbrado a excluir no sólo cualquier vulgarismo sino también cualquier palabrota. Es difícil, ya que la gente utiliza este tipo de expresiones (y mucho peores) de manera rutinaria. Lo hago, en parte, como rebelión deliberada contra la libertad literaria actual y también como un experimento. Sentía curiosidad por saber si los lectores lo notaban. Parece que no. (¿Se ha dado cuenta de que en este libro no hay vulgarismos ni palabrotas?)».
Isaac Asimov. Memorias (I, Asimov: A Memoir, 1994). Barcelona: Ediciones B, 1998; 752 pp.; trad. de Teresa de León; ISBN: 978-8440681201.
Isaac Asimov, en sus Memorias, habla de la historia de la ciencia-ficción, explicando, en primer lugar, cómo eran las cosas en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado, las décadas en las que fue uno de los grandes protagonistas. Señala que hubo un tiempo de literatura folletinesca de ciencia-ficción y fantasía que él y otros devoraban cuando eran jóvenes: «los jóvenes, ávidos de historias banales, torpes, intoxicadoras y llenas de tópicos necesitaban leer palabras y frases para satisfacer su anhelo. Esas obras mejoraban la capacidad de lectura de quienes las leían, y un pequeño porcentaje de ellos puede que después pasara a lecturas de más calidad». La era de los folletines fue, continúa, «la última en la que los jóvenes, para conseguir su material rudimentario, estaban obligados a saber leer. En la actualidad todo esto ha desaparecido y los jóvenes mantienen sus ojos vidriosos fijos en el televisor. La consecuencia es evidente. La auténtica capacidad de leer se está convirtiendo en un arte arcano y el país se va lenta pero inexorablemente “hundiendo en la estupidez”».
Habla de muchos escritores del género, de algunos con los que tuvo discrepancias, y de varios que fueron sus amigos como Arthur C. Clarke: «los dos escribimos historias muy cerebrales en las que las ideas científicas son más importantes que la acción», y ambos «compartimos las mismas opiniones sobre la ciencia ficción, la ciencia, las cuestiones sociales y la política. Nunca he estado en desacuerdo con él en ninguna de estas cosas, lo que demuestra la brillantez de su inteligencia».
Cuenta también cómo, después de abandonar él la ciencia ficción para escribir libros de divulgación científica, hubo una revolución. «Después de todo, la ciencia ficción también tiene sus modas. Durante los primeros doce años, en las revistas prevalecía sobre todo la acción. Muchas de sus historias eran en esencia novelas del oeste ambientadas en Marte, por decirlo de alguna manera, y estaban escritas por autores que no sabían nada o muy poco de ciencia. A principios de 1938, Campbell lo cambió todo. Insistió en presentar personajes que fueran auténticos científicos o ingenieros y que hablaran como suelen hacerlo ellos. En los relatos prevalecían las ideas y los enigmas. Y en eso, yo era muy bueno. Creo que yo representaba exactamente lo que Campbell quería, incluso mejor que Heinlein (que actuaba por su cuenta). Los relatos de robots y, todavía más, los de la Fundación eran sus hijos, y durante los años cuarenta y cincuenta los escritores de ciencia ficción, de manera consciente o inconsciente, trataron de seguir mi ejemplo. Pero después llegaron los sesenta y de nuevo hubo un cambio radical. Nació una nueva casta de escritores de ciencia ficción. La televisión había acabado con la mayor parte de las revistas del género de ficción. Los nuevos escritores habían perdido su mercado natural y se volvieron hacia la ciencia ficción porque había sobrevivido a la televisión. Y empezó algo que se llamó «la nueva ola»: relatos llenos de emoción y experimentación estilística así como obras lóbregas y otras completamente surrealistas y tenebrosas».
Isaac Asimov. Memorias (I, Asimov: A Memoir, 1994). Barcelona: Ediciones B, 1998; 752 pp.; trad. de Teresa de León; ISBN: 978-8440681201.