Escritor norteamericano. 1920-1992. Nació en Petrovichi, Rusia. Cuando tenía tres años sus padres se trasladaron a los EE.UU. Creció en Brooklyn, estudió medicina en la universidad de Columbia, fue profesor de bioquímica en la universidad de Boston. En 1939 comenzó a publicar relatos. Desde 1958 se dedicó exclusivamente a escribir, atreviéndose con libros de muy distinto género, con gran fortuna en lo económico y con resultado desigual en la calidad, pues cuando se sale de sus terrenos y se adentra en la historia puede ser ameno pero poco riguroso. Falleció en Nueva York.
Yo, robotBarcelona: Edhasa, 2002, 2ª ed., 10ª impr.; 240 pp.; col. Nebulae; trad. de Manuel Bosch Barrett; ISBN: 84-350-1574-2. Nueva edición en 2009; 328 pp.; col. Pocket; ISBN: 978-8435018364. [
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La robopsicóloga de la United States Robots & Mechanical Men Corp., Susan Calvin, cuenta a un periodista distintas historias de robots que sucedieron en el pasado: Robbie, el robot niñera; Speedy, el robot veloz; Cutie, el robot cartesiano-fundamentalista; Dave, el robot minero; Herbie, el novelero complaciente; Néstor, el robot calculador; el Cerebro; Stephen Byerley, el robot político; y las Máquinas…
Entre los estudiosos de la ciencia-ficción suele decirse que la saga de la Fundación, y sobre todo la trilogía inicial, que Asimov empezó en 1951, es una obra clave del género, aunque entre los seguidores del autor son muchos los que piensan que su mejor obra es El fin de La Eternidad. Pero si a obras mayores de ciencia-ficción del pasado como esas sólo vuelven los adictos al género, pues bastan pocos años para que inevitablemente queden desfasadas, no sucede lo mismo con relatos cortos como con los que componen Yo, robot.
Estas historias sobre robots de ojos fotoeléctricos que se ríen con risas inhumanas, mecanizadas, agudas y explosivas, pueden haberse quedado algo atrás en nuestros tiempos informáticos, pero su atractivo sigue manteniéndose porque no se apoya en el acierto de las predicciones científicas sino en el interés y en el ritmo de las narraciones. Son también una buena muestra de la notable capacidad divulgativa y del acusado sentido de la intriga del autor ruso-norteamericano quien, en su último relato, presenta como presidente del mundo a un robot: ¿quién mejor que una máquina perfecta puede mostrar el camino en un mundo caotizado?, parece sugerir Asimov.
La barrera de fotocélulas
Los buenos escritores de ciencia-ficción, y Asimov lo es, logran que, aunque no se comprenda nada, todo parezca muy claro. He aquí un ejemplo: «Se daba muy bien cuenta de la situación en la que estaban. Aparecía tan clara como un silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo que se interponía entre el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que podía salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era Speedy. Si Speedy no regresaba no había selenio. Si no había selenio, no había barrera de fotocélulas. Si no había barrera de fotocélulas… sería la muerte, abrasados lentamente de la forma más desagradable posible».
Otros libros: El fin de la Eternidad, Memorias (1) (dos y tres)
12 marzo, 2008