Hace pocos meses se publicó, en gallego, Sei lá (expresión portuguesa que significa «no sé» o «yo que sé»), una colección de ensayos de distinta clase y extensión firmados por Santiago Lamas. Es un muy buen libro (algo deslucido por las erratas), escrito con fluidez, elegancia y mucha retranca. Unos pocos textos tienen que ver con el modo de ser propio de los gallegos, tema tratado antes por el autor en el excelente Galicia borrosa, y varios son comentarios a la obra de algunos pintores locales orensanos. Los demás, apoyados en su dilatada experiencia profesional como psiquiatra y en su extensa cultura, están resumidos en esta presentación que se hizo de su libro, y tratan con agudeza y profundidad sobre cuestiones diversas como, entre otras, el suicidio, los caballos, y el trasfondo de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. El más largo y que comentaré a continuación es «Tatuaxes e outros enfeites» (Tatuajes y otros adornos).
En él repasa los orígenes históricos de tatuajes, piercings, y otras modas, y comenta las distintas interpretaciones y teorías que se han dado para explicar su aceptación y su auge. En lo que se refiere a los tatuajes el autor repasa cómo, desde siempre, los hombres hemos recurrido a marcadores simbólicos para indicar la pertenencia a uno u otro grupo humano. Habla de las primeras noticias que hubo en Occidente de indígenas tatuados, del siglo XVI en adelante, y cómo, con algunas excepciones y hasta hace poco, en nuestras sociedades los tatuajes eran poco más que señales de haber pasado por la Marina o por la Legión. Repasa posibles significados de los tatuajes, enumera varios tipos, y, al señalar las curiosas explicaciones que dan muchos para hacérselos, ironiza con el peso que tienen los atractores semánticos «poner en valor», «hacer visible», «mostrar solidaridad» (una trilogía sobre la que habla expresamente en otro de los capítulos de su libro).
Señala que, actualmente, los tatuajes no se usan para mostrar sino para definir, como para construir un mito o una narrativa personal que, supuestamente, a uno le permite diferenciarse de otros; que su uso en las clases medias tiene algo de coqueteo vestimentario y decorativo con el mundo marginal. Hace notar la influencia de tantos famosos en su expansión pero indica que, si en el pasado la imitación fue un medio de difusión cultural desde las clases altas a las bajas, este caso es también un ejemplo de lo contrario, como los pantalones vaqueros cuya popularidad creció de abajo-arriba. Señala la irrupción del punk como uno de los signos de abandono de la alta cultura como un ideal, lo que contribuyó a la proliferación de tatuajes y vestimentas zarrapastrosas, pero que las cosas siguen como siempre pues hay bastantes formas de marcar que un tatuaje es de clase alta o de clase baja. Indica qué curioso es que se hable de los tatuajes y piercings como una forma de embellecer el cuerpo cuando no mejoran la apariencia física, y que se diga que con ellos se desea expresar la individualidad y la rebelión en la sociedad de masas cuando no dejan de ser un signo de la mentalidad de rebaño.
Apoyado en el austríaco Adolf Loos quien, aparte de indicar que los tatuajes tenían sentido en Papúa pero no en el mundo vienés al que pertenecía, declaró la guerra a toda clase de ornamentación cancerosa, propia del kitsch, el autor señala que tatuar el cuerpo por motivos ornamentales (sin esa función de marca tribal propia de la Polinesia) pertenece al kitsch. Aplica lo anterior también a las prendas de vestuario que, le parece, indican infantilismo cuando las usan los adultos (pantalones cortos, gorras de béisbol al revés, zapatillas fosforescentes, etc.), y lamenta que la coartada de la comodidad tenga más peso que el respeto a uno mismo y el sentido del ridículo. Después de hacer una pequeña historia de cómo, en el siglo XVIII, se impuso un concepto de elegancia basado en las ropas sobrias, explica que, doscientos años después, ha vuelto la policromía en su forma cutre. En relación a esto recuerda que Vicente Risco, en su obra Mitteleuropa, de 1930, habla de que los hombres y las mujeres elegantes tienen la vida más limitada, más sujeta por reglas y preceptos que la mayoría de la gente, pues quien intenta ser elegante precisa un continuo autocontrol, que, en cierto modo, es un ascetismo dirigido a cumplir ciertos preceptos y reglas fundamentadas en la consideración a los demás y a uno mismo.
El autor cita varias veces a su colega psiquiatra Theodore Dalrymple, que, cuando era joven y trabajaba en Rodesia, fue a casa de una enfermera negra y en ella vio pobreza y pulcritud: dice Dalrymple que, desde entonces, nunca volvió a tener la tentación de vestir de forma descuidada pues entendió que actuar así era como una burla perversa de los pobres y de nuestros antepasados, que se esforzaron tanto para que nosotros estuviéramos limpios, calientes, bien alimentados, y así pudiéramos tener tiempo suficiente para dedicarnos a las mejores cosas de la vida. Menciona también a conocidos intelectuales españoles para los cuales los tatuajes y todas las vestimentas andrajosas suponen una degradación del gusto. Incluso hay quienes van más lejos, como Joan Margarit en el poema titulado «De injurias», cuando ilustra lo que siente al ver en la calle a quienes llevan pantalones rotos: «Pertenezco a otro tiempo / En el que esta harapienta elegancia / hubiera sido infame. / Como escupir a un pobre».
Termina estas observaciones manifestando que, «después de mucho leer y algo de pensar» no hay, entre las teorías propuestas por sociólogos y psicólogos sobre estas costumbres y modas, ninguna con la que concuerde por completo y que, al final, sigue sin tener y sin poder ofrecer explicaciones que le satisfagan. Por último pone a su ensayo una posdata irónica donde dice que, en la voz «Tatoo» de la Enciclopedia Británica de 1993, se puede leer: «los tatuajes están moribundos o extinguidos en la mayor parte de los países del mundo».
Santiago Lamas. Sei lá (2022). Ourense: El Cercano, 2022; 484 pp.; col. Monte Lourido; ISBN: 978-84-124552-1-2.