Los meses de julio y agosto leí otro libro de Svetlana Aleksiévich: Voces de Chernóbil. En él se recogen testimonios de muchas personas afectadas por las explosiones que destruyeron los reactores de la central nuclear de Chernóbil, ciudad ucraniana muy cercana a Bielorrusia, país de diez millones de habitantes para el que las fugas de material radiactivo que llegaron a centenares de kilómetros, supuso un cataclismo.
En su prólogo la autora dice que no es el suyo un libro sobre qué sucedió en la central aquella noche, quién tuvo la culpa, cómo se ocultó la avería al mundo, etc.; que ella se dedica a «la historia omitida», a «la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras», a «la vida cotidiana del alma»: que «desea contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres…, ni de un solo hombre».
Por esto, en las declaraciones de médicos, extrabajadores de la central, soldados, científicos, residentes ilegales en zonas prohibidas, etc., no se muestra tanto el accidente nuclear como las consecuencias que tuvo en las personas afectadas. Y una de las ideas de fondo de la autora es mostrar que lo que sucedió aquel 26 de abril fue «un salto hacia una nueva realidad» por encima «no solo de nuestro saber, sino también de nuestra imaginación». Eso especialmente se puso de manifiesto, afirma, en las charlas con los viejos campesinos: «gente que vivía sin Tolstói, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del mundo».
Es cierto que el libro puede leerse como un paso más en el derrumbamiento de la Unión Soviética y el comunismo que la inspiraba, pero, para la autora, lo que sucedió en Chernóbil fue «más allá que Auschwitz y Kolimá», «más allá que el Holocausto», tiene algo de punto final. Esto se refleja sobre todo en las declaraciones que ponen de manifiesto la quiebra total de la confianza en la visión racionalista-científica de la sociedad como, por ejemplo, esta: «El hombre ha inventado una técnica para la que aún no está preparado. No está a su nivel. ¿Es posible darle una pistola a un niño? Nosotros somos unos niños locos».
A mí, sin embargo, la lectura que más me ha interesado tiene que ver con las actitudes de solidaridad y amor que brotan, o con las reflexiones que surgen acerca de las realidades últimas, como consecuencia de una situación tan extrema. Como estas:
—una voz en el «Monólogo de una aldea acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer con ellas»: «Viene gente. Nos hacen películas, cintas que nosotros nunca veremos. No tenemos ni televisor, ni electricidad. Te queda solo mirar por la ventana. Y rezar, claro. Un tiempo, en lugar de Dios, tuvimos a los comunistas, ahora, en cambio, solo tenemos a Dios».
—o esta, en el «Monólogo acerca de que el hombre solo se esmera en la maldad y de qué sencillo abierto está a las simples palabras del amor»: «Solo el hombre se yergue sobre el suelo y alza manos y cabeza hacia el cielo. Hacia la oración. Hacia Dios. La anciana reza en la iglesia: «Señor, perdona nuestros pecados». Pero ni el científico, ni el ingeniero ni el militar se reconocen pecadores. Pues piensan: «No tengo nada de que arrepentirme. ¿Por qué debo arrepentirme?». Ya ve… Mis oraciones son sencillas. Rezo en silencio. ¡Señor, llévame a tu lado! ¡Escúchame! ¡El hombre solo se esmera en la maldad. Pero qué sencillo y abierto se muestra a las palabras sencillas del amor!»
Svetlana Aleksiévich. Voces de Chernóbil (Chernóbylskaia molitva, 1997). Barcelona: 2015, 408 pp.; col. Ensayo-Crónica; trad. de Ricardo San Vicente; ISBN: 978-8490624401. [Vista del libro en amazon.es]