He vuelto a actualizar la voz de Walter Trier para incluir en ella este video sobre su vida y obra (más extenso que otro que había puesto anteriormente).
He vuelto a actualizar la voz de Walter Trier para incluir en ella este video sobre su vida y obra (más extenso que otro que había puesto anteriormente).
En Toda la Belleza del mundo hay muchas observaciones de interés acerca del arte.
Así, el autor escribe que «el arte consiste tanto en la sencillez como en el misterio, recordándonos lo evidente y explorando lo ignorado». O explica cómo el arte deriva con frecuencia de momentos en los que desearíamos que el mundo se detuviese: «percibimos algo tan bello, o verdadero, o majestuoso, o triste, que no podemos limitarnos a tomárnoslo con calma». Dice también que «los artistas crean registros de momentos transitorios y parecen parar los relojes»: nos hacen ver «que ciertas cosas no son transitorias en absoluto, sino que siguen siendo bellas, verdaderas, majestuosas, tristes o alegres a lo largo de muchas vidas», y que las pruebas están en los museos, «pintadas en óleos, esculpidas en mármol, cosidas en colchas»… Por eso no hay por qué ir a un museo tanto con el objetivo de aprender acerca del arte como con el de aprender a partir de él.
Cuenta que, al aproximarse a una obra de arte, se acostumbró a resistirse a la tentación de buscar de inmediato algo singular, el «asunto importante» que atrae la atención de los escritores de libros de texto. Piensa que el primer paso en cualquier encuentro con el arte consiste en no hacer nada, en limitarnos a observar, en brindar a nuestros ojos la oportunidad de absorber lo que tienen delante; que lo ideal sería que durante el primer minuto no pensásemos en nada en absoluto pues el arte requiere tiempo para llevar a cabo su labor sobre nosotros. Con la experiencia descubrió que algunas obras de arte recompensan la larga contemplación, en tanto que otras no ofrecen mucho a cambio, y a menudo no puedes adivinar de entrada cuál será cuál. Y pensó que a veces no está seguro de «qué resulta más extraordinario: que la vida esté a la altura de los grandes cuadros o que los grandes cuadros estén a la altura de la vida».
Hablando de una exposición de colchas artesanales fabricadas por mujeres de Gee’s Bend, Alabama, dice: «Me conmueve la geometría de la colcha, así como sus imperfecciones: las líneas algo errantes, las rápidas y sencillas puntadas, los materiales improvisados. Posee una gran cantidad de cualidades sumamente alentadoras del arte, incluidas la diligencia y la inspiración. Pienso para mis adentros: aquí hay una lección, y resulta extraño aprenderla en un lugar tan majestuosamente cosmopolita como el Museo Metropolitano de Arte. El significado siempre se crea de forma local. El mejor arte lo producen personas constreñidas por sus circunstancias que se esfuerzan en la medida de sus posibilidades para crear algo bello, útil y verdadero»
Otra parte del libro se refiere a las distintas clases de visitantes que recibe un museo: «Los visitantes no tienen una sola forma de experimentar el museo, pero existen unos cuantos modos típicos»: el Turista, un padre con la cazadora de su instituto local y la cámara colgada del cuello; la Cazadora de Dinosaurios, una madre con hijos pequeños que estira el cuello para curiosear por los rincones; el Amante del Arte, una persona tranquila y de mirada atenta; el Amante del propio Met, un neoyorquino que lo conoce como una iglesia secular; los Tortolitos, que revolotean por las galerías y se posan en espacios en los que los silencios no son incómodos…
Y otra más trata sobre sus compañeros vigilantes: «Los visitantes hablan con los vigilantes como no abordarían a una persona más ocupada con un traje más elegante». Por otro lado, los vigilantes «estamos contentos con el silencio, pero también se nos puede molestar sin ningún problema» y a mí, dice, «me gustan en especial las preguntas de los perplejos. Me caen bien los perplejos». En su trabajo, sigue, no sólo aprende «a contener cualquier impulso esnob que pueda sentir, sino también a descartarlo como estúpido y absurdo. Ninguno de nosotros sabe mucho de cualquier cosa relacionada con este tema: el mundo y toda su belleza. Puede que yo conozca las fechas de nacimiento y muerte de Miguel Ángel, pero imagínese cuán abrumado por la ignorancia me sentiría en el taller de ese artista o en el de un miniaturista persa, o en el de un tejedor de cestas navajo, etcétera». En general, «a los vigilantes no les importan lo más mínimo las lagunas en los conocimientos ajenos, pues son bien conscientes de que vienen de un mundo muy grande». A unos el arte les encanta y a otros les resulta indiferente, y todos saben que los altos cargos jamás les pedirán su opinión sobre nada, «porque ¿qué podrían saber sobre los museos los vigilantes que se pasan todo el día plantados en los museos?».
Patrick Bringley. Toda la belleza del mundo: Una historia sobre el arte, la vida y la pérdida (All the Beauty in the World: The Metropolitan Museum of Art and Me, 2023). Paidós, 2024; 264 pp.; col. Contextos; trad. de Pablo Hermida Lazcano; ISBN: 978-8449342868. [Vista del libro en amazon.es]
Toda la belleza del mundo, de Patrick Bringley, es un gran libro: rico en contenido, escrito con fluidez y cordialidad. Al morir su hermano mayor, Tom, de unos 30 años, el autor «no deseaba pasar página», decidió dejar el mundo acelerado en el que vivía, y accedió a un puesto de vigilante del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met). Había sido tres años redactor en The New Yorker y había llegado a la conclusión de que sus pensamientos eran un barullo y sus ambiciones pequeñas: escribía cortas reseñas de libros, empleando una voz que no era la suya, reclamando una autoridad que no tenía, y expresando opiniones que no estaba seguro de sostener del todo: su prestigioso trabajo era básicamente como «un juego de ordenador: bandeja de entrada, bandeja de salida, enviado».
En su nueva ocupación, su actitud fue la de intentar «absorber la plenitud del mundo» que se le ofrecía. Encontró tranquilidad al ver que, «a diferencia del hombre de negocios, a diferencia de la mayoría de la gente», no tenía ninguna pelota que empujar, ningún proyecto en el que avanzar; dejó de tener la vista puesta en la línea de meta y se acostumbró a una vida que parece «anticuada, incluso aristocrática, en la que las horas se desperdician con principesca indiferencia (por un modesto salario)». Tal como solían bromear entre vigilantes, dirá, era un trabajo en el que no hay «nada que hacer y todo el día para hacerlo»; un trabajo en el que, vale, sí, «te duelen los pies, pero ya está».
Salvo algunos recuerdos de su vida familiar el relato tiene un hilo más o menos cronológico: su aprendizaje laboral, los variados amigos que hace (tan improbables en otros ámbitos), las salas y exposiciones que atiende, etc.; ya en una segunda etapa, su feliz matrimonio con una chica de origen italiano, la llegada de dos hijos, con las alegrías y alteraciones que atenderlos provoca en su vida. Pasado el tiempo, aunque sigue atrayéndole trabajar donde «no tienes productos que vender, mentiras que contar, zanjas que cavar, cajas registradoras que hacer sonar…», se plantea cambiar: ya no necesita un entorno tan apacible ni mantenerse al margen como un vigilante silencioso; se descubre observando a los padres con niños en las galerías y pensando en lo que podría hacer para presentar el mundo a sus hijos.
Su balance a los siete años es que «ni una sola obra de arte ha sufrido daños bajo mi vigilancia. Ni una sola obra de arte ha desaparecido. Lo bordo». Al principio podía pasar días y días con el mismo ánimo atento, «una prueba del poder excepcional de la aflicción», pero luego empezó un tira y afloja interior que le impedía vivir tan enfocado como cuando llegó. Por un lado, tenía que ocuparse de las cosas propias de la crianza de sus dos hijos, un descubrimiento a la vez cansado y maravilloso, que le hace ir y venir «entre dos mundos que se parecen entre sí tanto como una pista de baile y un monasterio». Por otro, piensa que debe abandonar su postura pasiva, de pasar las horas absorbiendo arte, a otra más activa para investigar y escribir, para «decir cosas» y «hacer algo propio».
Explica que no pertenece a ninguna tradición religiosa en particular pero comenta que siente «a menudo la necesidad de volver a ser atado, de apartar las preocupaciones triviales y comulgar con algo más básico». Y, cuando ya sabe que dejará el Met, se plantea seleccionar algunas obras de arte que, por así decirlo, pueda «llevarse consigo» «y usar como piedras angulares» para su vida en el futuro. Opta entonces, en el ala de los antiguos maestros, por una Crucifixión de Fra Angelico, elección que justifica del siguiente modo: «Mi debilidad por él debe algo a mis inclinaciones. Me gusta que el arte sea antiguo. Me gusta el aspecto de la pintura al temple sobre pesados paneles de madera y el pan de oro agrietado por el que asoma su base de arcilla roja. Me gusta el arte cristiano antiguo y su luminosa tristeza. Me gusta que el cuadro me haga pensar en Tom, por muy doloroso que pueda resultar. El cuerpo de Cristo parece haber sido clavado al mástil de algún barco sacudido por la tempestad. Es el centro en torno al cual el resto del mundo parece mecerse y girar. Un cuerpo grácil y quebrantado, que nos recuerda una vez más lo evidente: que somos mortales, que sufrimos, que la valentía en el sufrimiento es hermosa, que la pérdida inspira amor y lamentación. Esta parte de la pintura lleva a cabo la labor del arte sacro, poniéndonos en contacto directo con algo que conocemos íntimamente y que al mismo tiempo sigue excediendo nuestra comprensión».
Patrick Bringley. Toda la belleza del mundo: Una historia sobre el arte, la vida y la pérdida (All the Beauty in the World: The Metropolitan Museum of Art and Me, 2023). Paidós, 2024; 264 pp.; col. Contextos; trad. de Pablo Hermida Lazcano; ISBN: 978-8449342868. [Vista del libro en amazon.es]