Toda la belleza del mundo (1)

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Toda la belleza del mundo (1)

Toda la belleza del mundo, de Patrick Bringley, es un gran libro: rico en contenido, escrito con fluidez y cordialidad. Al morir su hermano mayor, Tom, de unos 30 años, el autor «no deseaba pasar página», decidió dejar el mundo acelerado en el que vivía, y accedió a un puesto de vigilante del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met). Había sido tres años redactor en The New Yorker y había llegado a la conclusión de que sus pensamientos eran un barullo y sus ambiciones pequeñas: escribía cortas reseñas de libros, empleando una voz que no era la suya, reclamando una autoridad que no tenía, y expresando opiniones que no estaba seguro de sostener del todo: su prestigioso trabajo era básicamente como «un juego de ordenador: bandeja de entrada, bandeja de salida, enviado».

En su nueva ocupación, su actitud fue la de intentar «absorber la plenitud del mundo» que se le ofrecía. Encontró tranquilidad al ver que, «a diferencia del hombre de negocios, a diferencia de la mayoría de la gente», no tenía ninguna pelota que empujar, ningún proyecto en el que avanzar; dejó de tener la vista puesta en la línea de meta y se acostumbró a una vida que parece «anticuada, incluso aristocrática, en la que las horas se desperdician con principesca indiferencia (por un modesto salario)». Tal como solían bromear entre vigilantes, dirá, era un trabajo en el que no hay «nada que hacer y todo el día para hacerlo»; un trabajo en el que, vale, sí, «te duelen los pies, pero ya está».

Salvo algunos recuerdos de su vida familiar el relato tiene un hilo más o menos cronológico: su aprendizaje laboral, los variados amigos que hace (tan improbables en otros ámbitos), las salas y exposiciones que atiende, etc.; ya en una segunda etapa, su feliz matrimonio con una chica de origen italiano, la llegada de dos hijos, con las alegrías y alteraciones que atenderlos provoca en su vida. Pasado el tiempo, aunque sigue atrayéndole trabajar donde «no tienes productos que vender, mentiras que contar, zanjas que cavar, cajas registradoras que hacer sonar…», se plantea cambiar: ya no necesita un entorno tan apacible ni mantenerse al margen como un vigilante silencioso; se descubre observando a los padres con niños en las galerías y pensando en lo que podría hacer para presentar el mundo a sus hijos.

Su balance a los siete años es que «ni una sola obra de arte ha sufrido daños bajo mi vigilancia. Ni una sola obra de arte ha desaparecido. Lo bordo». Al principio podía pasar días y días con el mismo ánimo atento, «una prueba del poder excepcional de la aflicción», pero luego empezó un tira y afloja interior que le impedía vivir tan enfocado como cuando llegó. Por un lado, tenía que ocuparse de las cosas propias de la crianza de sus dos hijos, un descubrimiento a la vez cansado y maravilloso, que le hace ir y venir «entre dos mundos que se parecen entre sí tanto como una pista de baile y un monasterio». Por otro, piensa que debe abandonar su postura pasiva, de pasar las horas absorbiendo arte, a otra más activa para investigar y escribir, para «decir cosas» y «hacer algo propio».

Explica que no pertenece a ninguna tradición religiosa en particular pero comenta que siente «a menudo la necesidad de volver a ser atado, de apartar las preocupaciones triviales y comulgar con algo más básico». Y, cuando ya sabe que dejará el Met, se plantea seleccionar algunas obras de arte que, por así decirlo, pueda «llevarse consigo» «y usar como piedras angulares» para su vida en el futuro. Opta entonces, en el ala de los antiguos maestros, por una Crucifixión de Fra Angelico, elección que justifica del siguiente modo: «Mi debilidad por él debe algo a mis inclinaciones. Me gusta que el arte sea antiguo. Me gusta el aspecto de la pintura al temple sobre pesados paneles de madera y el pan de oro agrietado por el que asoma su base de arcilla roja. Me gusta el arte cristiano antiguo y su luminosa tristeza. Me gusta que el cuadro me haga pensar en Tom, por muy doloroso que pueda resultar. El cuerpo de Cristo parece haber sido clavado al mástil de algún barco sacudido por la tempestad. Es el centro en torno al cual el resto del mundo parece mecerse y girar. Un cuerpo grácil y quebrantado, que nos recuerda una vez más lo evidente: que somos mortales, que sufrimos, que la valentía en el sufrimiento es hermosa, que la pérdida inspira amor y lamentación. Esta parte de la pintura lleva a cabo la labor del arte sacro, poniéndonos en contacto directo con algo que conocemos íntimamente y que al mismo tiempo sigue excediendo nuestra comprensión».

Patrick Bringley. Toda la belleza del mundo: Una historia sobre el arte, la vida y la pérdida (All the Beauty in the World: The Metropolitan Museum of Art and Me, 2023). Paidós, 2024; 264 pp.; col. Contextos; trad. de Pablo Hermida Lazcano; ISBN:‎ 978-8449342868. [Vista del libro en amazon.es]

 

19 marzo, 2025
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