
En Toda la Belleza del mundo hay muchas observaciones de interés acerca del arte.
Así, el autor escribe que «el arte consiste tanto en la sencillez como en el misterio, recordándonos lo evidente y explorando lo ignorado». O explica cómo el arte deriva con frecuencia de momentos en los que desearíamos que el mundo se detuviese: «percibimos algo tan bello, o verdadero, o majestuoso, o triste, que no podemos limitarnos a tomárnoslo con calma». Dice también que «los artistas crean registros de momentos transitorios y parecen parar los relojes»: nos hacen ver «que ciertas cosas no son transitorias en absoluto, sino que siguen siendo bellas, verdaderas, majestuosas, tristes o alegres a lo largo de muchas vidas», y que las pruebas están en los museos, «pintadas en óleos, esculpidas en mármol, cosidas en colchas»… Por eso no hay por qué ir a un museo tanto con el objetivo de aprender acerca del arte como con el de aprender a partir de él.
Cuenta que, al aproximarse a una obra de arte, se acostumbró a resistirse a la tentación de buscar de inmediato algo singular, el «asunto importante» que atrae la atención de los escritores de libros de texto. Piensa que el primer paso en cualquier encuentro con el arte consiste en no hacer nada, en limitarnos a observar, en brindar a nuestros ojos la oportunidad de absorber lo que tienen delante; que lo ideal sería que durante el primer minuto no pensásemos en nada en absoluto pues el arte requiere tiempo para llevar a cabo su labor sobre nosotros. Con la experiencia descubrió que algunas obras de arte recompensan la larga contemplación, en tanto que otras no ofrecen mucho a cambio, y a menudo no puedes adivinar de entrada cuál será cuál. Y pensó que a veces no está seguro de «qué resulta más extraordinario: que la vida esté a la altura de los grandes cuadros o que los grandes cuadros estén a la altura de la vida».
Hablando de una exposición de colchas artesanales fabricadas por mujeres de Gee’s Bend, Alabama, dice: «Me conmueve la geometría de la colcha, así como sus imperfecciones: las líneas algo errantes, las rápidas y sencillas puntadas, los materiales improvisados. Posee una gran cantidad de cualidades sumamente alentadoras del arte, incluidas la diligencia y la inspiración. Pienso para mis adentros: aquí hay una lección, y resulta extraño aprenderla en un lugar tan majestuosamente cosmopolita como el Museo Metropolitano de Arte. El significado siempre se crea de forma local. El mejor arte lo producen personas constreñidas por sus circunstancias que se esfuerzan en la medida de sus posibilidades para crear algo bello, útil y verdadero»
Otra parte del libro se refiere a las distintas clases de visitantes que recibe un museo: «Los visitantes no tienen una sola forma de experimentar el museo, pero existen unos cuantos modos típicos»: el Turista, un padre con la cazadora de su instituto local y la cámara colgada del cuello; la Cazadora de Dinosaurios, una madre con hijos pequeños que estira el cuello para curiosear por los rincones; el Amante del Arte, una persona tranquila y de mirada atenta; el Amante del propio Met, un neoyorquino que lo conoce como una iglesia secular; los Tortolitos, que revolotean por las galerías y se posan en espacios en los que los silencios no son incómodos…
Y otra más trata sobre sus compañeros vigilantes: «Los visitantes hablan con los vigilantes como no abordarían a una persona más ocupada con un traje más elegante». Por otro lado, los vigilantes «estamos contentos con el silencio, pero también se nos puede molestar sin ningún problema» y a mí, dice, «me gustan en especial las preguntas de los perplejos. Me caen bien los perplejos». En su trabajo, sigue, no sólo aprende «a contener cualquier impulso esnob que pueda sentir, sino también a descartarlo como estúpido y absurdo. Ninguno de nosotros sabe mucho de cualquier cosa relacionada con este tema: el mundo y toda su belleza. Puede que yo conozca las fechas de nacimiento y muerte de Miguel Ángel, pero imagínese cuán abrumado por la ignorancia me sentiría en el taller de ese artista o en el de un miniaturista persa, o en el de un tejedor de cestas navajo, etcétera». En general, «a los vigilantes no les importan lo más mínimo las lagunas en los conocimientos ajenos, pues son bien conscientes de que vienen de un mundo muy grande». A unos el arte les encanta y a otros les resulta indiferente, y todos saben que los altos cargos jamás les pedirán su opinión sobre nada, «porque ¿qué podrían saber sobre los museos los vigilantes que se pasan todo el día plantados en los museos?».
Patrick Bringley. Toda la belleza del mundo: Una historia sobre el arte, la vida y la pérdida (All the Beauty in the World: The Metropolitan Museum of Art and Me, 2023). Paidós, 2024; 264 pp.; col. Contextos; trad. de Pablo Hermida Lazcano; ISBN: 978-8449342868. [Vista del libro en amazon.es]