En Trueno: Una historia de arte, vida y muerte, la periodista y crítica de arte Laura Cumming habla de los pintores de la Edad de Oro holandesa, con especial atención a Carel Fabritius (Middenbeemster, 1622-Delft, 1654). También recuerda con emoción a su padre, James Cumming, un conocido pintor escocés y profesor en la Escuela de Arte de Edimburgo, que falleció relativamente joven y que fue quien la introdujo en el arte neerlandés: el primer viaje familiar que hizo, siendo una niña, fue a los Países Bajos. El título alude a la gigantesca explosión que ocurrió en 1654, en un almacén de pólvora de Delft, entonces una ciudad de unos 25.000 habitantes, en la que murieron centenares de personas y también el joven Fabritius, que tenía 32 años.
El libro da los datos que se tienen de Fabritius, a quien normalmente se describe como «el eslabón perdido» entre Rembrandt y Vermeer, pues estudió unos años con el primero y se sabe que varios cuadros suyos estaban en la casa de Vermeer; no hay pruebas, sin embargo, de que Fabritius enseñara a Vermeer, diez años más joven que él y de clase social superior. Debido a que la explosión que le mató también destruyó su casa y su taller, se conservan solo doce obras suyas, de muy distinto tamaño y tema: no parece haber trabajado nunca a la misma escala ni tuvo un tema recurrente, ni tampoco un estilo definitivo. Uno de sus cuadros más conocidos es El jilguero (que hizo más famoso hace unos años una novela de Donna Tart titulada igual).
La autora comenta las obras de varios pintores holandeses y señala que «se fijan en algo que sus coetáneos de otros países pasaron por alto: instantes de realidad no mediatizada, extrañas escenas secundarias y poses desenfadadas». Entre otros comenta, por ejemplo, los cuadros de alimentos de Adriaen Coorte, que «no son sedantes, sino que viven del asombro y la admiración que provocan»; o las pinturas de Pieter de Hooch, a quien le interesa mirar hacia el mundo desde las ventanas o los umbrales. Son cuadros que, dice, le ayudan a enfrentarse a la pregunta de cómo vivir en el aquí y ahora; y que, aunque sus temas son demasiado humildes para ciertos críticos, a ella le encantan esas «naturalezas muertas que parecen sacramentos o himnos a lo cotidiano». Explica que, aunque sean obras esencialmente descriptivas y no narrativas, no están hechas para ser interpretada como suelen hacer los iconólogos que ven símbolos en todo: «La pintura neerlandesa es un barco flotando, una ola que sube, un árbol que se eleva, el hielo azul que deslumbra; una conversación inesperada en un salón, la luz que reverbera en torno a una iglesia encalada, el albaricoque brillante y el soldado que se marcha, el mundo tan complejo y extraño. Es Rembrandt en la noche y Fabritius en las sombras. La pintura neerlandesa: tan familiar e insondable a la vez».
El libro está muy bien escrito y también gana al lector por la calidez con la que la autora habla de su padre. Aunque contiene algunas especulaciones sobre lo que no se sabe de las vidas de los pintores de los que habla, se ciñe a los datos conocidos. Subraya de distintos modos cómo el arte pictórico ilumina la vida y amplía nuestro mundo pues nos «ofrece otros ojos con los que ver, otras formas de ver, otras visiones de la existencia».
Laura Cumming. Trueno: Una historia de arte, vida y muerte (Thunderclap: A memory of art and life & sudden death, 2023). Barcelona: Crítica, 2024; 304 pp.; trad. de Sion Serra Lopes; ISBN: 978-8491996866. [Vista del libro en amazon.es]