Pongo, en la categoría de biografías del siglo XX y XXI, la de Benedicto XVI. Una vida. firmada por Peter Seewald.
Pongo, en la categoría de biografías del siglo XX y XXI, la de Benedicto XVI. Una vida. firmada por Peter Seewald.
En su momento hablé de La familia imperfecta, de Mariolina Ceriotti, y hace pocos meses se ha publicado un libro que puede considerarse su complementario titulado La pareja imperfecta: ¿Y si los defectos fuesen parte del amor?
Después de una introducción, en la que la autora explica que hablar del matrimonio hoy «se parece a (…) redescubrir un fresco antiguo bajo estratos de pintura acumulados durante siglos» para conseguir que la pintura original recupere su belleza, divide su exposición en dos partes tituladas «Para volver a entenderse» —un intento de ampliar la mirada para ver las cosas con más perspectiva— y «El desafío del matrimonio» —un intento también de mostrar el verdadero significado del matrimonio—. La exposición es clara y amena, tomando pie de algunos casos tomados de la experiencia médica, y el tono es amable y directo, en busca de ayudar a comprender las cosas y a interpretar correctamente las emociones en juego.
Es un libro valioso, que complementa el anterior de la autora. No pretendo comentarlo extensamente sino, simplemente, poner una cita larga, tomada del comienzo del capítulo 5 de la primera parte, titulado «Promesa y sentimiento de culpa», que se puede poner en relación con citas anteriores de esta página (como la que figura en esta nota) o con otra que recuerdo de una novela en la que una chica joven decide marcharse de su casa porque quiere vivir en un lugar «donde la lealtad no sea un problema». La cita dice así:
«Uno de los tests más utilizados para medir el cociente intelectual de niños y adolescentes, entre muchas pruebas, incluye una que se llama “subtest de comprensión”. Consiste en una serie de preguntas que permiten valorar, según las diversas edades, el grado de madurez del pensamiento social del niño, su capacidad de entender y aceptar las reglas más comunes de convivencia, su competencia para controlar las respuestas más impulsivas y encontrar soluciones menos egocéntricas a problemas sencillos de naturaleza relacional. La complejidad de las preguntas es creciente, empezando por cuestiones muy concretas, al alcance de la experiencia del niño (por ejemplo: “¿Qué haces si pierdes el balón de tu amigo?”, “¿qué haces si un niño más pequeño que tú empieza a pegarte?”). Cuando aumenta el grado de dificultad, el nivel de las preguntas se hace más abstracto, y aparece, entre otras, una pregunta que nos invita a reflexionar. Suena así: “¿Por qué hay que mantener las promesas?”.
La introducción de una pregunta como esta entre las que valoran el grado de madurez del pensamiento de un niño presupone que se dan por descontadas algunas premisas socialmente compartidas sobre este tema: en primer lugar, la consideración de la promesa como un acto importante, que vincula fuertemente a las personas que la han formulado; en segundo lugar, se considera que mantener una promesa no es algo necesariamente evidente y fácil, puesto que requiere cierta madurez, tanto para entender su valor como para aprender a respetarla.
Presupone, además, el sentir común de que faltar a una promesa es un acto socialmente reprobable. Se espera que quien hace esto tenga la conciencia de haber cometido un acto injusto hacia otra persona. Como signo de madurez, se espera el reconocimiento de haber faltado a algo, y la aparición de un sentimiento coherente de culpa y malestar.
¿Estamos seguros de que realmente sigue siendo así?
“Promesa” es una palabra de valor muy alto en la civilización occidental. Sobre ella se basa toda la civilización judeocristiana y el modelo antropológico derivado de ella. Estos se han construido durante siglos, precisamente a partir de una Promesa y de la espera confiada en su cumplimiento. Todas las Escrituras narran la relación entre Dios y su pueblo, entre la Promesa y la espera, entre la confianza y la desconfianza en su realización.
La promesa tiene sentido porque se reconoce un valor muy alto a Quien la hace. Pero también es grande la consideración y el respeto de Aquel que promete reserva al destinatario de la promesa. En ausencia de este doble reconocimiento de valor faltaría también la posibilidad de la confianza recíproca, que es la única garantía de la promesa misma.
Con el tiempo, sobre el modelo de esta promesa fundamental se ha ido construyendo, aun entre muchas contradicciones, una civilización que destaca el valor de la confianza recíproca. Esto sucede incluso en las relaciones de tipo comercial: en generaciones anteriores, era frecuente que la palabra dada se considerase más importante que la firma en un contrato, y no era posible echarse atrás, bajo la pena de sentirse menos humanos y faltar al respeto de uno mismo.
Esta sensibilidad concreta se consideraba un alto signo de civilización y un fundamento ético importante en cualquier forma de relación social. Se oponía a la mentalidad de los así llamados “listos”: personas poco dignas de confianza, porque solo procuraban su utilidad personal a corto plazo, sin consideración alguna hacia el otro, sus expectativas legítimas y su valor objetivo».
Mariolina Ceriotti Migliarese. La pareja imperfecta: ¿Y si los defectos fuesen parte del amor? (La coppia imperfetta, 2020). Madrid: Rialp, 2021; 158 pp.; col. Claves; trad. de Elena Álvarez Álvarez; ISBN: 978-8432154188. [Vista del libro en amazon.es]
Leí Mofeto y Tejón, un relato de Amy Timberlake, atraído por la cubierta y por el deseo de ver las ilustraciones interiores de Jon Klassen (que luego resultan ser muy pocas), y, después, porque la pareja de protagonistas prometía. El comienzo me recordó al de ¡Vale, buenas noches!: dos personajes muy dispares, uno tranquilo y otro acelerado, que se acaban haciendo amigos. En este caso uno es Tejón, un «petrólogo», un estudioso de las piedras (de las que vemos muchas variedades dibujadas en las guardas), que vive en una casa grande que le ha dejado su tía, que es un tanto gruñón y a quien le gusta trabajar solo y en silencio. El relato comienza cuando se presenta en su casa Mofeto, enviado por la tía de Tejón para que ocupe una de las habitaciones libres. Pero como Mofeto es hablador y entrometido, Tejón está cada vez más incómodo. Sin embargo las cosas empiezan a cambiar cuando Tejón ve las buenas cualidades de Mofeto para la cocina. Además, Mofeto es muy amigo de las gallinas y todo un experto en sus distintas variedades. Hasta que Tejón ofende a Mofeto, que se marcha.
Los personajes principales son simpáticos y las escasas ilustraciones los hacen más atractivos. A quienes sean entusiastas de las piedras o de las gallinas el libro les gustará. La narración es buena y son divertidos algunos golpes del argumento pero este no es del todo consistente y acaba siendo un tanto didáctico. De hecho, he visto que los elogios que ha recibido el relato inciden sobre todo en las lecciones de tolerancia y compañerismo que desea dar, aparte de las que cada lector por sí mismo puede aprender, como la de que no hay que insultar a las mofetas en una discusión. Además, bromas aparte, algunas reacciones de Mofeto y de Tejón, que resultarían aceptables en un relato más simplificado —que, por ejemplo, tuviese las dimensiones de un álbum y se apoyase por completo en las imágenes—, suenan artificiales y poco verosímiles en un relato largo y articulado como este.
Amy Timberlake. Mofeto y Tejón (Skunk and Badger, 2020). Barcelona: Flamboyant, 2021; 145 pp.; ilustr. de Jon Klassen; trad. de Patricia Antón de Vez; ISBN: 978-84-18304-21-7. [Vista del álbum en amazon.es]