EDUCACIÓN LITERARIA ● Grandes y pequeños clásicos

 
EDUCACIÓN LITERARIA ● Grandes y pequeños clásicos

Grandes y pequeños clásicos

Desde la perspectiva de la educación literaria, está claro que obligar a los chicos a leer el Quijote o darles a leer un «Quijote para niños» no garantiza, ni mucho menos, que cuando sean mayores lleguen a leer y apreciar el Quijote. Este objetivo de ponerlos en condiciones de comprender y disfrutar los grandes clásicos, que dicho sea de paso señala que tal educación no consiste sólo en adquirir conocimientos literarios y competencia lectora sino que apunta también a la recepción de valores permanentes, será más fácil conseguirlo si los educadores saben ayudar a los chicos a dar sus primeros pasos con relatos de calidad contrastada.

Y si hay libros de los que se puede afirmar eso sin duda es de los clásicos de la Literatura infantil y juvenil (LIJ), que han pasado la criba de generaciones y ambientes distintos y que han probado ser tan o más capaces de despertar entusiasmo por la lectura como los de Harry Potter, aunque ciertamente sea necesario en algunos casos que los adultos los conozcan y sepan presentarlos bien.

Permanente novedad

Sin entrar ahora en grandes dibujos, a los clásicos de LIJ se les puede aplicar la definición que hacía Chesterton, refiriéndose a Dickens, como «un rey del que se puede desertar, pero a quien no cabe destronar». O la de Borges, cuando dice que son libros que se leen siempre «con previo fervor y una misteriosa lealtad». O la de Italo Calvino cuando asegura que «un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir», una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos…, que sin embargo se sacude continuamente de encima. Los clásicos, sigue diciendo el autor italiano, son libros que cuando más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos, resultan al leerlos de verdad.

Si vemos las cosas por la otra cara podemos añadir entonces que no será nunca clásico un libro circunstancial, un libro en que las cuestiones que se plantean y las respuestas que se les dan no son permanentes; y, en estos casos, si la forma es también circunstancial, el envejecimiento es rapidísimo. Como esto es más cierto aún en la LIJ, es útil echar un vistazo a los autores y libros que perduran desde hace décadas. En No se lo digas a los mayores, Alison Lurie se fija en autores y autoras ingleses y norteamericanos de finales del XIX y principios del XX como Kate Greenaway, Beatrix Potter, Edith Nesbit, F. H. Burnett, Frank Baum, A. A. Milne y otros. Su principal conclusión es que la mejor LIJ es siempre «subversiva» pues desborda las convenciones educativas y sociales del momento. «Si quisiésemos saber lo que se ha censurado con anterioridad según los patrones de la cultura dominante, o lo que realmente quieren nuestros hijos, haríamos bien en releer los clásicos infantiles y escuchar esas cantinelas que se escuchan en los patios de las escuelas», dice la profesora norteamericana.

Ella suministra datos a favor de su tesis aunque, creo yo, invierte la conclusión: no son clásicos por ser subversivos sino que son subversivos por ser clásicos. Es revelador observar que la mayoría de los clásicos infantiles más antiguos han sido escritos casi siempre por un padre para sus hijos o por un adulto para niños concretos a los que aprecia mucho. Por citar sólo algunos muy destaWinnie the Pooh (Milne). Ilust. de E. H. Shepard.cados: Stevenson escribió La isla del tesoro a petición de su hijastro; Beatrix Potter dirigió inicialmente sus historias a los hijos de su institutriz; Kenneth Grahame contó primero y escribió después El viento en los sauces para su hijo; lo mismo hizo A. A. Milne con Winnie the Pooh; Hugh Lofting redactó y dibujó Doctor Dolittle en cartas a sus hijos desde las trincheras de la primera Guerra Mundial; estando enfermo, Jean de Brunhoff ilustró y escribió Babar basándose en los cuentos que su mujer contaba a los niños; Astrid Lindgren compuso Pippi para su hija enferma… A mí me parece que precisamente ahí está una clave de su permanente novedad: en que nacieron del afecto y fueron, al menos en su origen, confeccionados sin pensar en los receptores como público-consumidor y sin tener para nada en cuenta las pautas del pensamiento dominante del momento. Quizá sea esto siempre lo más subversivo.

Estereotipos fuera

De más está decir que otra clave está en el talento de los autores para captar y expresar las más profundas necesidades de sus lectores. En un marco geográfico y linguístico más amplio que el anglosajón, nos podemos fijar en cómo el carácter rompedor de muchos libros o cómic «infantiles» de los que han durado en el tiempo se puede comprobar en su oposición frontal a estereotipos que tantas veces se dan por supuestos. Así, en Alemania, el teórico país del orden y la disciplina, nacen los primeros niños rebeldes y maleducados, unos verdaderos revolucionarios en la literatura infantil: Wilhelm Busch publica Max y Moritz (Busch).Max y Moritz (1865), sobre dos chicos díscolos y traviesos sin deseo de enmienda, que están en el origen de los primeros personajes de cómic y de todos los Zipi y Zape del mundo. Alicia (Carroll, 1865) y sus amigos, los personajes más libres y los ambientes más caóticos de la literatura nacen en la rígida Inglaterra victoriana. Heidi (Spyri, 1880), la campeona de los sentimentales, es la más conocida representante de Suiza, el país de la contención y la exactitud, en el que también nace, por cierto, el pequeño y tierno sioux Yakari (1969), quizá los mejores cómic para niños-niños, redactados y dibujados por Job y Derib. Bélgica, un país con fama de anodino, es la patria de Tintín (Hergé, 1929), el aventurero por excelencia. Los «Peanuts» o Charlie Brown (1950), del norteamericano Charles Schulz, son todo un elogio del perdedor en el país que ha hecho de la competividad una religión. Italia no sólo produce a un muñeco inconstante y mentiroso como Pinocho (Collodi, 1883), sino a los chicos heroicos y rectos de Corazón (Amicis, 1886). Los personajes infantiles más conocidos del país de Descartes y del amor por la razón, (y también de Pascal, es cierto), son Babar (Brunhoff, 1931) y El PrincipitoEl principito (Saint Exupéry). (Saint-Exupéry, 1943), dos obras que van directas al corazón. Y si Francia es la patria del chovinismo, lo es también de su mayor sátira: Astérix (GoscinnyUderzo, 1959). La heroína infantil, que no héroe, más intelectual no es europea sino argentina: Mafalda (Quino, 1964). La chica más traviesa y activa no es latina, sino nórdica: Pippi Calzaslargas (Lindgren, 1945). Y un país que se supone vitalista, como España, aporta uno de los escasísimos grandes relatos infantiles que terminan con la muerte del protagonista… y el que mejor consigue, a pesar de ser triste, mostrar la muerte no como una puerta que se cierra sino como una puerta que se abre: Marcelino, pan y vino (Sánchez Silva, 1952).

Estos ejemplos bastan para resaltar la frescura y apertura mental de las mejores obras de LIJ. Creo que quienes las disfruten de pequeños tendrán más fácil llegar a ser buenos lectores cuando crezcan, con su consecuencia de que adquirirán el espíritu crítico necesario para rechazar los productos de menos nivel pues, como decía C. S. Lewis, «la mejor defensa contra la mala literatura es una experiencia plena de la buena, así como para protegerse de los bribones es mucho más eficaz intimar realmente con las personas honestas que desconfiar en principio de todo el mundo».

Además, cualquier adulto hará bien en plantearse leerlas él mismo, o en releerlas, y no sólo para ser más capaz de ilusionar con ellas a los lectores jóvenes, sino también para redescubrir que algunas verdades se descubren cuando miramos la realidad con ojos de niño, o mejor, si nos fijamos en de qué se ríen (y conmueven) los niños o de qué nos reímos los adultos cuando nos reímos como los niños.

 

NOTAS

Este artículo fue publicado en FADAMORGANA, invierno 04/05, número 10, y fue revisado en junio de 2007.

La cita de Borges está tomada de una conferencia de Carlos García Gual titulada «El viaje sobre el tiempo o la lectura de los clásicos», pronunciada en un ciclo de conferencias organizado en 1998 por el Grupo Santillana bajo el título genérico «La educación que queremos». Fue publicada en la revista Primeras Noticias – Literatura infantil y juvenil, y está disponible en www.indexnet.santillana.es/rcs/_archivos/documentos/general/garciagual.doc.

Alison Lurie. No se lo cuentes a los mayores – Literatura infantil, espacio subversivo (Don´t tell the Grown-Ups – Subversive Children´s Literature, 1990). Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Madrid, 1998; 237 pp.; col. El árbol de la memoria; trad. de Elena Giménez Moreno; ISBN: 84-89384-12-6.

El texto de C. S. Lewis está tomado de un extraordinario libro titulado La experiencia de leer. Un ejercicio de crítica experimental (An Experiment of Criticism, 1961). Barcelona: Alba, 2000; 142 pp.; trad. de Ricardo Pochtar; ISBN: 84-8428-037-3.

 


1 diciembre, 2005
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