Tolkien’s Modern Reading

Tolkien’s Modern ReadingAutores de referencia: Tolkien
 
Tolkien’s Modern Reading

En semanas sucesivas dedicaré tres entradas extensas a obras sobre Tolkien que me hubiera gustado leer antes de escribir Tolkien, un escritor incomparable.

La primera es sobre Tolkien’s Modern Reading, de Holly Ordway, un libro extenso redactado con orden, claridad y meticulosidad. Uno de sus objetivos es desmentir algunas afirmaciones categóricas y algunos sesgos de la biografía que publicó Humphrey Carpenter el año 1977, y que otros estudiosos dieron por buenos en adelante, en especial el de que Tolkien era un hombre completamente centrado en sus campos profesionales de la literatura medieval y antigua y no conocía casi nada de la literatura moderna. La autora detalla, en los primeros capítulos, más de setenta autores de los que hay constancia fehaciente que Tolkien leyó; dedica otro a varias decenas de escritores que también conoció y apreciaba, como, entre muchos, Dylan Thomas, E. M. Forster, Dorothy Sayers y Agatha Christie. De paso, presenta equilibradamente rasgos de su modo de ser y aspectos de sus opiniones que, con frecuencia, se han visto distorsionados.

Con este fin, pormenoriza y analiza los «libros modernos» que consta que leyó Tolkien —elegidos entre los publicados a partir de 1850: la autora dedica un capítulo, «The Scope of This Study: Beating the Bounds», a dejar claros los límites de su trabajo— y detalla cómo influyeron en su obra. Da bastantes explicaciones sobre los argumentos de cada libro y sobre las escenas que comenta y compara con las que más tarde presentaría Tolkien. Con esto, el libro adquiere una valiosa componente más: ver cómo funcionaba la imaginación creativa de Tolkien, cómo aprovechaba elementos de aquí y allá para sus propósitos literarios, algo para lo que Ordway se apoya con frecuencia en Los mundos de J. R. R. Tolkien: Los lugares que inspiraron al escritor, de John Garth, pero que bastantes veces va más allá.

El libro contiene trece capítulos y, al hilo de los comentarios que hace, Ordway añade notas explicativas, aparte de las referencias bibliográficas; va indicando dónde tratará o trató algunas alusiones que hace al paso; al final de cada capítulo ofrece una Conclusión que sintetiza los puntos tratados en él. Dedica uno a los libros victorianos —a recopilaciones de cuentos que Tolkien leyó, en especial— y otro a los inmediatamente posteriores —como los relatos de Beatrix Potter, las recopilaciones de Andrew Lang, o las novelas de Edith Nesbit— y a los libros de Lewis sobre Narnia; trata en capítulos propios la influencia de George MacDonald, William Morris, y Rider Haggard; dedica otros a las novelas de aventuras que conoció siendo escolar y después —como Greenmantle, de John Buchan—, las de ciencia-ficción —como las de H.G. Wells y de C. S. Lewis, entre otros—, y las de fantasía que se podrían considerar sus predecesoras —como las de lord Dunsany—. Es clarificador ver cómo Tolkien aprovechaba elementos de cada relato, a veces directamente —como los goblins que toma de La princesa y los trasgos de MacDonald—, a veces por oposición —como algunas populares aventuras imperialistas y racistas—, y a veces porque busca presentar de nuevo pero resolver mejor un aprieto en el que se ven los héroes.

Son especialmente interesantes, en el sentido de que cualquiera puede leerlos con aprovechamiento sin necesidad de conocer muchas otras referencias literarias, el primer capítulo —«Tolkien the medievalist»— y el último —«Tolkien’s Modern Reading»—. En ellos se muestran las carencias de los libros de Carpenter: en la biografía citada más arriba, en el libro sobre los Inklings el año 1978, y en el resumen del epistolario de Tolkien que publicó el año 1981. Se comentan declaraciones posteriores de Carpenter —hijo del obispo anglicano de Oxford pero que profesaba ser ateo—, que dan idea de la ligereza y escasa simpatía con la que abordó su trabajo biográfico; se habla del rechazo frontal de la familia Tolkien hacia el primer borrador que les presentó, por lo que hubo de corregirlo apresuradamente; se habla también de las deficiencias de la selección de cartas que hizo (de las miles que escribió Tolkien): tanto porque parecen faltar cartas sobre algunos temas —es raro, por ejemplo, que no haya ninguna donde se citen las obras de Newman—, como por los recortes en algunas que dan una idea equivocada del modo de ser de Tolkien —pues, por ejemplo, al quitarles los saludos y las despedidas afectuosas, dejan la impresión de un comportamiento huraño y defensivo—.

Uno de los puntos que más ha dificultado comprender bien a Tolkien, también originado en que el trabajo de Carpenter fue replicado por otros autores después, fue la equivocada suposición de que Tolkien y C. S. Lewis eran muy parecidos —la autora habla del «mítico Tollewis»—, cuando en muchos aspectos eran opuestos. Así, dice Ordway: Tolkien era católico y Lewis anglicano; Tolkien estaba casado y era padre de cuatro hijos, y Lewis fue soltero hasta casi el final de su vida; Tolkien jugó al rugby de modo entusiasta y Lewis no tenía interés en el deporte; Tolkien leía periódicos y seguía la vida política y social, cuestiones a las que Lewis casi no atendía. Y lo mismo se puede decir respecto a la lectura de libros modernos: era Lewis y no Tolkien quien decía que después de leer un libro moderno había siempre que leer un libro antiguo; era Lewis quien insistía en combatir el esnobismo cronológico (la suposición de que lo nuevo es siempre mejor que lo antiguo); no fue Tolkien sino Lewis quien fue descrito por su amigo Owen Barfield como un «laudator temporis acti» (elogiador de los tiempos pasados). En fin, concluye la escritora, es cierto que tenían muchas cosas en común pero no se pueden aplicar automáticamente a uno los rasgos o costumbres del otro.

Ordway atiende también a dos aspectos de la personalidad de Tolkien que han sido mal interpretados: uno, que se nota cuando se toma una de sus frases y se presenta fuera de contexto y no se atiende a su rectificación posterior o a que su opinión cambió con el paso del tiempo; otro, debido a que no se comprende el famoso understatement inglés (el estilo que Bertrand Russell describía diciendo que el elogio más alto que muchos ingleses hacen de alguien o algo es un «not bad», «no es malo»). Quienes conocieron a Tolkien hablan de su inclinación al «superlativo retórico», como decía su hijo; así, en una observación al paso indicó que no podía soportar a Dante y, en otro, cuando le vuelven a preguntar por eso, rectifica y señala que fue un comentario absurdo e impertinente por su parte (cuando, además, formaba parte de un grupo dedicado a estudiar a Dante); otro cambio de opinión con el paso de los años fue su juicio sobre las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis: si al principio las rechazó por distintos motivos, con el paso de los años las recomendó y regaló a sus nietos y las elogiaba, por más que su gusto no coincidiera con ellas. Un ejemplo notable de la propensión de Tolkien a rebajar sus propios méritos es el de cuando, al principio de su alocución Sobre los cuentos de hadas, (libro al que dediqué varias entradas tituladas La Fantasía como género según Tolkien), se disculpa indicando que no es un experto pues no ha estudiado el asunto profesionalmente: y, a la vista del resultado, cualquiera piensa que muchos otros, en su lugar, se calificarían a sí mismos de autoridades mundiales en el tema.

Holly Ordway. Tolkien’s Modern Reading (2021). Word on Fire Academic, 2021; 392 pp.; ISBN: 978-1943243723. [Vista del libro en amazon.es]

 

6 septiembre, 2024
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