La sabiduría de los cuentos populares
Dicen que una vez una mujer le preguntó a Einstein qué hacer para que sus hijos fueran más inteligentes y Einstein le respondió: «Léales cuentos de hadas». La mujer, riéndose, le replicó: «Ya, ¿y qué debo hacer después de haberles leído cuentos de hadas?». Y Einstein le dijo: «Pues léales más cuentos de hadas». Seguramente, afirma quien cuenta el sucedido, la escritora Mem Fox, Einstein pensaba que «los cuentos de hadas requieren una mente atenta a los detalles, muy activa en la resolución de problemas, capaz de viajar por los corredores de la predicción y la búsqueda de los significados». De todos modos, la verdadera importancia de los cuentos, y no de los cuentos populares en general sino de los que, después de un proceso que ha durado siglos, son mayoritariamente considerados como los mejores, es que contienen un destilado de la sabiduría que necesitamos para la vida.
Esto lo formula bien Italo Calvino cuando explica que «los cuentos de hadas son verdaderos» porque, «tomados en conjunto, con su siempre reiterada y siempre diversa casuística de acontecimientos humanos», nos dan una explicación general de la vida y nos enseñan todo «un catálogo de los destinos que pueden padecer un hombre o una mujer». Así, vemos que nos hablan de la división de los hombres en reyes y humildes pero de su igualdad sustancial; de la persecución del inocente y de su rescate; de «la suerte común de verse sujeto a encantamientos, esto es, de estar determinado por fuerzas complejas e ignoradas»; de que la lucha por liberarse y autodeterminarse es un deber elemental inseparable de intentar a la vez liberar a los otros, pues de ningún modo podemos liberarnos solos; de «la fidelidad a un empeño y la pureza de corazón como virtudes básicas que conducen a la salvación y al triunfo»; de las pruebas necesarias para llegar a la edad adulta y la madurez y así poder confirmarse como ser humano; de «la belleza como signo de gracia, aunque pueda ocultársela bajo atuendos de modesta fealdad, como un cuerpo de rana»; de la unidad básica de todo lo creado —hombres, bestias, plantas y cosas— y de «la infinita posibilidad de metamorfosis de todo lo que existe».
Modos de leer y escuchar los cuentos
Ahora bien, estos cuentos son como el mapa de un tesoro que no puede interpretar cualquiera.
No sorprendentemente, los estudiosos de la cuestión a veces no lo consiguen. Dejo claro que no pretendo negar el interés de su trabajo pues, gracias a él, a veces averiguamos las fuentes de los cuentos: hazañas heroicas del pasado, huellas de ritos y costumbres antiguas, viejos mitos explicativos de alguna realidad significativa… Además, con sus esfuerzos por clasificarlos y definirlos según unos u otros criterios, de origen o de composición o de significados, sin duda podemos comprenderlos mejor en particular y en conjunto. Pero las conclusiones que los folcloristas suelen obtener, incluso cuando evitan la trampa de querer averiguar el mecanismo del rebote rompiendo la pelota, con frecuencia confunden y en general no aportan mucho a la mayoría de los lectores. Como señalaba un antiguo recopilador de cuentos y le gustaba subrayar a Tolkien, «hemos de contentarnos con la sopa que se nos pone delante, sin desear ver los huesos del buey con que se ha hecho»: interesa la calidad de la sopa final y no los materiales de origen ni las etiquetas que lleve.
Tampoco con el estilo irónico posmoderno al uso se llega muy lejos. En nuestros tiempos hay quienes sostienen que los cuentos clásicos eran importantes en sociedades socialmente cohesionadas y rígidas en las cuales para los niños existían secretos y códigos cuyo conocimiento significaba la entrada en la edad adulta. Pero, continúan, esto ha perdido sentido en una sociedad como la nuestra donde se cuenta primero una historia en la que Caperucita es la buena y el lobo es el malo, pero a continuación otra donde la mala es ella y el lobo es el bueno, y enseguida otra donde ambos son buenos pero la perversa es la abuelita… Como es lógico, este juego es posible cuando la mayoría de los adultos de una sociedad han conocido la versión original cuando eran niños y, si no es así, el juego se termina. Lo curioso es que al final resulta que la historia original es la única indestructible, como además queda patente incluso cuando parece que se quieren cambiar los estereotipos y en realidad se vuelve a contar lo de siempre, véase Shrek.
Con lo cual nos queda lo que las madres y las abuelas han sabido siempre: la forma de leer o escuchar los cuentos ha de ser la propia de los niños o, si se prefiere, la de cualquiera que sabe apreciar una buena historia. Y, al igual que las tres dimensiones de los hologramas sólo aparecen cuando se iluminan con una luz igual a la que se usó para obtenerlos, los cuentos clásicos europeos sólo pueden entenderse del todo cuando se leen con la misma visión cristiana de fondo que había en la cultura donde nacieron. Entonces sí se comprende que los mejores cuentos clásicos transmiten sin simplismo algunas enseñanzas y advertencias decisivas: que todos tenemos una conciencia básica del bien, que no funcionan las soluciones lineales, que los buenos hacen a veces cosas malas y que los malos hacen a veces cosas buenas, que nosotros mismos podemos ser negligentes y malvados… Y, con esa luz, también se ve cómo no hablan a los niños demasiado pronto de lo que deberían conocer más tarde y no callan sobre aquello que nunca se les debe ocultar; no los asustan con aquello a lo que no hay que temer y no los engañan con esperanzas sin fundamento.
Una selección de cuentos
A la hora de hacer una selección de cuentos populares, se puede comenzar por señalar las diferencias entre las versiones de algunos: entre las transmitidas por Charles Perrault, un cortesano desencantado cuya ironía revela el talante de quien no cree mucho en los cuentos, y las que nos han llegado a través de los hermanos Grimm, unos defensores de la cultura popular que no pierden de vista qué clase de público lee sus historias.
Esas variaciones son más bien formales en algunos casos. La Bella Durmiente del Bosque (La Belle au bois dormant) de Perrault tiene dos partes: la primera, que habla de la maldición original de la que sólo nos puede despertar el amor, sin duda la más popular, básicamente coincide con La Bella Durmiente (Dornröschen) de los Grimm, que omiten la segunda parte que sí cuenta Perrault y que contiene muchos elementos de la trama de Blancanieves.
También son muy parecidos el argumento y el núcleo de Cenicienta o el zapatito de cristal (Cendrillon ou la petite pantoufle de verre) de Perrault y el de La Cenicienta (Aschenputtel) de los Grimm: ambos hablan del daño que hace la envidia y del reconocimiento de cuál es la verdadera belleza —que se oculta debajo de las cenizas—, y la versión francesa subraya que Cenicienta «era tan buena como hermosa», pero los Grimm añaden un castigo final cruel para las hermanastras.
Sin embargo, sí hay cambios sustanciales entre la Caperucita Roja (Le petit chaperon Rouge) de Perrault y la Caperucita Roja (Rotkäppchen) de los Grimm. En esta segunda versión, Caperucita es enviada junto a su abuela con un mandato explícito de su madre: «No te apartes del camino», y, sobre todo, cediendo a la inclinación de suavizar el final, los Grimm se sacaron de la manga un cazador que abre al final la barriga del lobo para librar a Caperucita y a su abuela, satisfactorio desenlace que a Perrault no se le ocurrió. Aquí no se trata de imponer una u otra versión pero sí de señalar que algunos relatos deben indicar pronto a los niños que determinadas meteduras de pata tienen mal arreglo, que difícil será que pase un cazador por allí, y que incluso si pasa difícil será que pueda remediar nada.
Los cuentos más populares de la historia están protagonizados por mujeres que rivalizan con mujeres. Es el caso de Cenicienta y de La Bella Durmiente, y también de Blancanieves (Sneewittchen, Grimm) y de La niña de los gansos (Die Gänsemagd, Grimm): todos giran en torno a la belleza de las protagonistas y todos apuntan a que la fuente de los conflictos y la clave de las soluciones están en la belleza exterior e interior. Y de lo mismo trata La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, Beaumont), sin duda la mejor versión popular del motivo clásico de que lo que nos hace amables es el amor y de que la belleza duradera es la que nace de la bondad.
Por otra parte, conviene observar que la maldad de las madrastras de Blancanieves o Cenicienta u otros aspectos de los argumentos oscurecen con frecuencia la otra cara de la moneda: la falta de perspicacia de los hombres de alrededor, sobre todo de unos padres que no se aclaran o que comprometen a sus hijas insensatamente. Y es que los cuentos, aún cuando parezcan dar consejos a los niños para el futuro, a quien primero se dirigen es a los adultos, como se puede ver en El pescador y su mujer (Von dem Fischer un syner Fru, Grimm), un alegato contra la ambición, o en El abuelo y el nieto (Der alte Grossvater und der Enkel, Grimm) un relato que se hará más popular aún al ser recontado por Tolstoi, o en El Enano Saltarín (Rumpelstilzchen, Grimm), trama que reúne varias historias en una y que, además de insistir, como Blancanieves, en los peligros de la vanidad, señala que con algunos seres no debe haber tratos.
Ahora bien, sin duda los cuentos contienen muchas advertencias directas para niños. Caperucita y Blancanieves son atrapadas por no haber hecho caso a los consejos recibidos. En El lobo y los siete cabritillos (Der Wolf und die sieben jungen Geisslein, Grimm) se habla de unos pequeños que desobedecen el mandato de no abrir a los desconocidos y, demasiado tarde, ven que no fueron nada listos con el jugueteo de pedir ver la patita por debajo de la puerta. El cuento más popular de la misma familia será el posterior Los tres cerditos (The Three Little Pigs, Jacobs), en cuya primera versión los dos primeros cerditos acaban en la barriga del lobo para siempre, aunque no faltarán narraciones suavizadas posteriores, como la que recoge Andrew Lang, donde al final al lobo también se le abre la barriga para que salgan vivos y coleando los dos cerditos necios e imprudentes.
Podemos considerar también para niños los relatos de pícaros que hablan de aprender a desarrollar los propios recursos: a poner cimientos sólidos, a comportarse con habilidad y pillería, a saber buscar ayuda. Algunos rebosan ironía, como Maese Gato o el Gato con Botas (Le Maître Chat ou le Chat Botté, Perrault), un protagonista cuyas hazañas podrían compararse con las del administrador infiel de la parábola evangélica: no se le alaba pero se admira su sagacidad. Otros presentan personajes hábiles y afortunados como Pulgarcito (Le petit poucet, Perrault), una historia que conecta con los deseos de que venzan los pequeños en los enfrentamientos desiguales a lo David contra Goliat, o a lo Ulises contra el Cíclope, igual que lo hacen los dos cuentos ingleses más populares: Las habichuelas mágicas (Jack and the Beanstalk, Lang) y Jack el matagigantes (Jack the Giant Killer, Lang). Cualquier lector puede aprender en ellos a enfrentarse con ogros y gigantes: es necesario saber aprovechar sus debilidades, a veces es imprescindible contar con alguien de su entorno que nos ayude, conviene conocer que su fuerza muchas veces está en nuestro propio miedo pues no suelen ser muy inteligentes. Y, además, nos hacen pensar que quien vence a gigantes se hace a sí mismo un gigante.
El que a veces la fortuna de los protagonistas cambie o se arregle sin muchos esfuerzo por su parte, acentúa que la solución a ciertos problemas sólo puede venir de fuera. El que algunos que parecían tontos al final no lo son tanto, por un lado subraya que también la sagacidad se adquiere, y por otro refleja la preferencia popular por los buenos e ingenuos. Así se aprecia en Los músicos de Bremen (Die Bremer Stadtmusikanten, Grimm), un triunfo de la casualidad y la ingenuidad al principio y de la previsión astuta después; algo parecido sucede con El sastrecillo valiente (Das tapfere Schneiderlein, Grimm) y con el protagonista del Cuento del que fue a aprender lo que era el miedo (Märchen von einem, der auszog, das Fürchten zu lernen, Grimm) o Juan sin miedo en versiones posteriores.
Y, sí, aunque no faltan malvados compasivos, como el guardabosques que se apena de Blancanieves y no la mata, algunos cuentos tienen una inquietante dosis de crueldad. Entre otros seres espantosos los hay que se comen a los niños, como la bruja de Hansel y Gretel (Hänsel und Gretel, Grimm), y ogros que devoran a sus propias hijas (como el que vence y confunde Pulgarcito). Y, peor aún, tanto a Hansel y Gretel como a Pulgarcito sus padres los abandonan a su suerte porque no tienen para darles de comer…
A quienes esto les alarme se les puede indicar que a nuestro alrededor suceden crueldades mayores y que, por tanto, lo más sensato suele ser advertir pronto a los niños sobre la clase de mundo en el que viven, pues no se les protege cuando se les oculta la realidad. Como explica Chesterton, los cuentos de hadas no son responsables de producir en el niño ninguna de las formas del miedo: las ideas de los fantasmas malos y feos están ya en el niño porque ya están en el mundo y, por tanto, no proceden de los cuentos. Por el contrario, lo que sí proporcionan los buenos cuentos a los niños son las primeras semillas de una verdadera esperanza: de que cualquier fantasma malo y feo puede ser vencido, de que los terrores ilimitados tienen límite y de que hay fuerzas y héroes en el universo más potentes que cualquier miedo y que cualquier malvado.
NOTAS
Este artículo fue publicado en NUESTRO TIEMPO, mayo de 2006, número 623 (donde, por error, aparecía otra persona como firmante del artículo), y fue revisado en junio de 2007.
La anécdota sobre Einstein la cuenta Mem Fox en Leer como por arte de magia: cómo enseñar a tu hijo a leer en edad preescolar y otros milagros de la lectura en voz alta (Reading Magic, 2001). Barcelona: Paidós Ibérica, 2003; 156 ppp.; col. Guías para padres; ilust. de Judy Horacek; trad. de Joan Carles Guix; ISBN: 84-493-1359-7.
Los textos de Italo Calvino están en el prólogo a Cuentos populares italianos que el recopiló. Madrid: Siruela, 2004, 2ª impr.; 944 pp.; col. Biblioteca Italo Calvino; trad. de Carlos Gardini; ISBN: 84-7844-796-2.
Chesterton ha opinado sobre los cuentos de hadas en algunas partes de Ortodoxia, de su Autobiografía y en muchos ensayos. La cita que menciono al final es de El ángel rojo, uno de los ensayos contenidos en Enormes minucias (Tremendous Trifles, 1910); Obras completas, tomo I; Barcelona: Plaza & Janés, 1967; 1676 pp.; trad. de Rafael Calleja. Ese ensayo está también en Correr tras el propio sombrero (On Lying in Bed and Other Essays); Barcelona: El Acantilado, 2005; 628 pp.; selección y prólogo de Alberto Manguel; trad. de Miguel Temprano García; ISBN: 84-96489-27-2.
Las opiniones de J. R. R. Tolkien sobre los cuentos de hadas están recogidas en Árbol y Hoja (Tree and Leaf: including the poem “Mythopoeia”). Barcelona: Planeta, 2002; 145 pp.; col. Biblioteca Tolkien; trad. de Julio César Santoyo y José M. Santamaría y Luis Domènech; ISBN: 84-395-9786-X.
También merece la pena conocer las opiniones que, al respecto, manifiesta C. S. Lewis en sus ensayos Tres formas de escribir para niños, A veces los cuentos de hadas dicen mejor lo que hay que decir, El gusto infantil. Los cuatro están contenidos en De este y otros mundos: ensayos sobre literatura fantástica (On Stories and Other Essays / Of This and Other Worlds, 1982). Barcelona: Alba Editorial, 2004; 213 pp.; col. Trayectos; edición de Walter Hooper; trad. de Amado Diéguez Rodríguez; ISBN: 84-8428-211-2.
La primera ilustración de Cenicienta es de Edward Burne-Jones. La segunda, de Los músicos de Bremen, es de Arthur Rackham. Ambas están tomadas de Surlalunefairytales.com.