AVENTURAS ● Antiguos y modernos héroes

 
AVENTURAS ● Antiguos y modernos héroes

Antiguos y modernos héroes

Cuando Chesterton opinaba que las malas novelas nos dicen mucho acerca de sus autores y, sobre todo, de sus lectores, podría estar pensando en que los folletines entonces al uso no son fieles a lo que los hombres son, sino a lo que los hombres sueñan, como sostenía Stevenson. Ciertamente, y más allá de algunas consecuencias perversas que pueda tener un consumo masivo de tales relatos (suele decirse, por ejemplo, que los franceses no conocen bien su propia historia porque han leído demasiado a Dumas), en ellos podemos encontrar pistas acerca de profundos anhelos humanos.

Novelas originales

Los lectores más avezados suelen estar de acuerdo en que, cuantas más novelas del género se conocen, más patente resulta que las mejores representantes están entre las primeras. Una especie de prueba está en que pocos releerán un thriller actual pero muchos volverán varias veces a las historias clásicas: medievales, como Rob Roy (1818) y El talismán (1820), de Walter Scott; de capa y espada, como Los tres mosqueteros (1844) de Dumas, El jorobado (1857) de Paul Féval, o Scaramouche (1921) de Rafael Sabatini; del Oeste, como El espía (1821) o El último mohicano (1826) de Fenimore Cooper; de las guerras napoleónicas, como la primera serie de los Episodios Nacionales (1873-1875) de Pérez Galdós; marineras, como la excepcional Secuestrado (1886) de R. L. Stevenson, Moonflet (1898) de John Falkner, o Las inquietudes de Shanti Andía (1911) de Pío Baroja; africanas, como Las minas del Rey Salomón (1885) de Rider Haggard, Las cuatro plumas (1902) de A. Mason, o Beau Geste (1924) de P. C. Wren… Y dejo de lado aquí las policiacas, novelas folletinescas y populares por excelencia en un mundo cada vez más urbano.

Tendencias en el siglo veinte

Según avanza el siglo XX, sin embargo, es más difícil encontrar obras y autores del género que sean una referencia literaria (y no sólo comercial) tan clara. Esto se debe a razones de distinta clase.

La enorme difusión de novelas baratas y del cómic, junto a la cada vez mayor presencia del cine, llevan a una mayor simplificación de los argumentos y de los rasgos de los protagonistas, que serán en buena parte superhéroes más o menos herederos del Barón de Munchausen (1785) creado por Raspe. Muchos novelistas que han leído, entre otros, a Conrad y a Melville, pero sin su talento, abruman a sus lectores con una sofisticación excesiva. Por un lado se pierde hondura y por el otro frescura.

Al irse terminando los tiempos de nuevos descubrimientos geográficos, proliferan las historias de ciencia-ficción, que por definición es el género más perecedero de todos, y cuyas mejores obras tienen acentos pesimistas debido a las catástrofes que van sucediéndose a lo largo del siglo. Esta es la causa también de que las grandes aventuras entusiastas sólo parezcan posibles en un mundo distinto al nuestro: cobra fuerza entonces la fantasía heroica, con El Señor de los anillos de Tolkien como novela cumbre.

Sin duda, se pueden encontrar excelentes aventuras, pero montadas casi siempre sobre obras del pasado. Es lo que hace C. S. Forester en los años cuarenta y cincuenta al escribir la serie protagonizada por Horatio Hornblower, en la que sigue muy de cerca las obras del pionero de los relatos marineras, Fréderic Marryat, redactadas en las primeras décadas del siglo XIX.

Héroes para siempre

No hay que concluir de los párrafos anteriores que las novelas antiguas sean mejores: sería injusto comparar la selección de las que han sobrevivido con toda la producción actual. Ahora mismo aún no podemos decir aún qué perdurará de Alistair Maclean, de Frederic Forsyth, de Michael Crichton, de John Grisham, por citar los escritores tal vez más famosos de los años 60, 70, 80 y 90; o de James Michener, como representante de los autores de sagas históricas.

Pero sí se puede afirmar, creo yo, una cosa: en aquellas novelas primeras, a pesar de sus defectos (de ver en ellas de modo muy evidente la mano huesuda del titiritero que gobierna sus marionetas ante nuestros ojos, decía Stevenson a propósito de Dumas), se respira una inconfundible atmósfera de leyenda que nos hace descubrir el verdadero sabor de las aventuras, el genuino talante de los héroes. Por el contrario, de ninguna manera podemos extraer coraje y esperanza de las vidas de los protagonistas cansados y escépticos tan queridos por algunos escritores populares de hoy. Se puede aventurar que, cuando pasen los años, los héroes desencantados e incoherentes tan propios de las últimas décadas serán olvidados o relegados, y juzgados mucho más patéticos e ilusos que Tartarín, el personaje de Daudet.

Cualquier escritor de novelas de aventuras debería leer con cuidado los comentarios que hacía Stevenson acerca de algunos colegas contemporáneos suyos con un olfato infalible para el mal pero con las fosas nasales taponadas para la bondad, autores que tenían muy bien aprendida la lección según la cual no hay hombres enteramente buenos, pero que ni siquiera sospechaban la existencia de otra igualmente verdadera: que no hay hombres enteramente malos. O, dicho de otro modo, su error no estaba en que afirmasen que los héroes pueden ser cobardes, sino en que ignoraban que los héroes pueden ser héroes.

NOTAS

Este artículo fue publicado en ACEPRENSA el 17 de julio del 2002 y fue releído y revisado en septiembre de 2007.

La cita inicial de Chesterton está tomada de «Los novelistas elegantes y los elegantes», capítulo XV de Herejes (Heretics, 1905), en Obras completas, tomo I; Barcelona: Plaza & Janés, 1967; 1676 pp.; trad. de M. J. Barroso Bonzón.

Las citas de Stevenson están tomadas de Ensayos literarios; Madrid: Hiperión, 1988, 2ª ed.; 211 pp.; trad. de Beatriz Canals y Juan Ignacio de Laiglesia; ISBN: 84-7517-587-2.

 


3 octubre, 2007
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