Una idea que desarrolla muy bien John Garth en su libro Tolkien y la Gran Guerra es cómo, después de las experiencias trágicas de la primera Guerra Mundial, surgieron dos formas literarias de hablar de la guerra: una, la de los escritores clásicos de las trincheras, que fue la dominante en los años posteriores; otra, que florecería tiempo después, la medievalista y romántica de Tolkien, que logra expresar frecuentemente una verdad psicológica de la guerra que los primeros tienden a obviar.
La primera está representada por la poesía realista de autores como fueron Sassoon u Owen y por relatos de memorias como Adiós a todo eso (y, en otro ámbito, por novelas como Sin novedad en el frente). Es una literatura del desencanto que adopta, normalmente, un modo narrativo irónico: según ella, al hablar de la guerra es «ilegítimo» hablar de hazañas, gloria, honor, etc. Pero muchos veteranos mostraron su resentimiento con esa forma de presentar las cosas según la cual cada batalla es una derrota, cada oficial un payaso, y cada soldado un cobarde… Afirma Garth que esa literatura del desencanto se convirtió en una ortodoxia arrogante, intolerante y recriminatoria, un monolito que dominaba entonces la vida académica y cultural.
La de Tolkien, un autor que sabía bien que las circunstancias irónicas existen pero que también pensaba que la ironía, por sí misma, no es una virtud, se apoyaba en que su inclinación natural, según le dijo a W. H. Auden, era disfrazar sus críticas a la vida con ropajes mitológicos y legendarios. Pues bien, sigue Garth, «Tolkien se posiciona en contra del desencantamiento tanto en sentido literal cuanto metafórico, sentidos que, de hecho, no son separables strictu sensu en su obra. La visión desencantada, metafóricamente hablando, es que el fracaso resta sentido al esfuerzo. En cambio, los protagonistas de Tolkien son héroes no por sus éxitos, que a menudo son limitados, sino por el coraje y la tenacidad que muestran a la hora de luchar por ellos. Como consecuencia, el valor de una acción no se mide sólo por el resultado, sino que es intrínseco. Las historias de Tolkien relatan la lucha por mantener valores heredados, instintivos o inspirados —cosas de un valor intrínseco incalculable— en contra de las fuerzas del caos y de la destrucción. Pero el mundo de Tolkien está literalmente encantado. No sólo contiene espadas hablantes, islas móviles y hechizos que adormecen: incluso los objetos y habitantes más “normales” poseen un valor espiritual que no tiene nada que ver con su utilidad práctica. Nadie ha argumentado con más energía que Tolkien que un árbol es más que una fuente de madera. Además, según “la Música de los Ainur”, el mundo es un hechizo continuo, un trabajo de encantamiento; es decir, en sentido etimológico, una magia cantada».
Por otro lado, «Tolkien no es el primer mitógrafo en producir una obra épica grave y pertinente en tiempos de guerra y revoluciones. John Milton y William Blake (…) a este respecto son sus predecesores. Cuando el mundo cambia y la realidad adquiere un aspecto desconocido, prosperan la épica y la imaginación fantástica». No fue tampoco «el único escritor que dio la espalda al realismo por haber visto, como veterano de combate, “algo irrevocablemente malvado”», situaciones más allá de la experiencia humana normal: también Orwell, Vonnegut, o Golding «emplearon diferentes tipos de literatura fantástica porque sentían que las explicaciones convencionales del mal que habían visto resultaban inadecuadas y obsoletas, irrelevantes e incluso parte del propio mal».
John Garth. Tolkien y la Gran Guerra. El origen de la Tierra Media (Tolkien and the Great War. The Threshold of Middle-Earth, 2003). Barcelona: Minotauro, 2014; 505 pp; trad. de Eduardo Segura y Martin Simonson; ISBN: 978-84-450-0207-0. Nueva edición en 2019; ISBN: 978-8445006641. [Vista del libro en amazon.es]. Acompaño esta nota con la portada de la primera edición en inglés del libro, muy apropiada para explicar los ambientes que presenció Tolkien.