Los sótanos del mundo

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Los sótanos del mundo

Quince años después de su primera edición, se ha vuelto a publicar Los sótanos del mundo, de Ander Izagirre, un singular libro de viajes. El autor aceptó la propuesta de Josu Ustueta de viajar, con él y otras personas, a los puntos más bajos del planeta: el Valle de la Muerte, en Estados Unidos; el Lago Eyre, en Australia; la Laguna del Carbón, en la Patagonia; el Mar Caspio, en Europa; el Mar Muerto, en Asia; y el Lago Assal, en África.

Dos comentarios al libro están en esta reseña y en esta otra. No es necesario insistir en que son excelentes las descripciones de los paisajes y los retratos de algunos personajes singulares. Son ilustrativas las explicaciones históricas de los lugares que visita, dejan huella las entrevistas con personas del lugar o con otros aventureros, y no faltan las citas propias del viajero que recuerda lo que dijeron antes otros famosos escritores viajeros que pasaron por los mismos lugares.

A quien haya leído ya libros del autor tan distintos en su contenido como Plomo en los bolsillos o Potosí, no le sorprenderá encontrar en la narración ramalazos irónicos, como este, divertido y muy breve: «en el reverso de las diversas monedas australianas aparece una colección de seres estrambóticos: canguros, emúes, koalas, ornitorrincos y la reina de Inglaterra».

Tampoco lo harán los no pocos toques de certera crítica social: «En las listas que miden el bienestar de las naciones, Yibuti siempre merodea el farolillo rojo. Sin embargo, en el paseo me acompaña una nube de niños alegres. Entre sus risas se cuela una estadística que taladra las sienes: dos o tres de ellos morirán antes de crecer metro y medio. Una vacuna lo evitaría por cuatro duros».

Ni las referencias a personajes admirables que trabajan en lugares difíciles, como el de esta mujer: «Jenni es de Adelaida, a setecientos kilómetros de aquí, y pidió una plaza de maestra en el outback para echar una mano a los niños aislados del desierto. Esta chica de apariencia frágil pero de gestos firmes pertenece a esa raza de maestros que llevan la vocación en la maleta, esos idealistas discretos que además cargan con la difícil obligación de la alegría».

Además, al hilo del objetivo que se proponen los expedicionarios, hay observaciones reflexivas de interés, que se hacen como al paso, como cuando al principio el narrador habla de «la desazón que producen los paisajes sobrehumanos», de cómo «no conseguimos entenderlos. En estos casos el anhelo natural de poseer la belleza nos empuja a tomar fotos, incluso solemos marcar nuestra presencia —con pintadas idiotas pero también con chapas topográficas— para mostrar que de alguna manera hemos poseído ese paisaje. Pero a menudo se nos olvida detenernos para observar, escuchar y tratar de comprender». O como cuando, al final, al hablar de que en el Rift, «a sólo tres kilómetros de profundidad bulle un infierno de magma y erupciones», señala que «queremos intuir algún sentido en esta belleza terrible, en este derroche de fuerzas colosales que llevan millones de años retorciendo el planeta y lo seguirán esculpiendo después de que todos hayamos desaparecido, quién sabe para qué. Pero el Rift es un gran recordatorio: hay que elegir entre el absurdo y el misterio».

Y entre las muchas descripciones extraordinarias, selecciono esta, incompleta, de la ciudad de Amman: «Los barrios periféricos se extienden a lo largo de avenidas amplias, limpias y luminosas, pero el centro de Ammán convierte la sangre en vinagre. Basta un paseo por sus calles de arquitectura excrementicia para que los nervios se pongan de punta: sobre las calles laberínticas se ciernen grandes bloques de ladrillo y hormigón, cubiertos por una costra de mugre y pelados en desconchones como un reptil en tiempo de muda. Las aceras, puzles de baldosas quebradas, no permiten caminar diez metros seguidos, porque están sembradas de contenedores, farolas, andamios, quioscos, montículos de escombros y coches encaramados. El caos alcanza su plenitud allá donde las motos circulan por la acera para avanzar en el atasco y los peatones deben caminar por el borde de la calzada jugándose el pellejo. Apenas hay pasos de cebra: la riada constante de los coches se detiene sólo cuando no puede avanzar más, y entonces los peatones buscan los resquicios entre los vehículos para vadear la corriente y alcanzar con vida la acera contraria, antes de que el flujo se reanude con furia acumulada. Los conductores parecen atrapados en sus ataúdes metálicos por una condena eterna, pero mantienen su agresividad y su neurosis tan frescas como el primer día: chillan largos insultos polifónicos, asoman medio cuerpo fuera de la ventanilla para amenazar con el índice y golpear la carrocería con las palmas, atruenan la ciudad con bocinazos coléricos durante todas las horas del día».

Ander Izagirre. Los sótanos del mundo (2005). Madrid: Libros del K.O., 2020; 404 pp.; ISBN: 978-8417678401. [Vista del libro en amazon.es]

16 octubre, 2020
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