CONCIENCIA ● Itinerarios morales difíciles

 
CONCIENCIA ● Itinerarios morales difíciles

Itinerarios morales difíciles

Son muchas las novelas que, directa o indirectamente, muestran las deficiencias que se producen en el desarrollo moral de los niños. Debido a que todas las «buenas educaciones» se parecen y en cambio las «malas educaciones» se diferencian, estas últimas son las que normalmente tratan los novelistas. En esta clase de relatos el punto de vista más habitual es el del niño, el de quien sufre y paga los errores educativos. Y lo que normalmente subrayan es que, cuando son tantos los factores que influyen, para educar hay que dejar abiertos a la comprensión todos los caminos, pues no hay un sistema óptimo universal para dar la formación moral. Ésta es un traje a medida, como muestran las novelas valiosas sobre las dificultades con las que tropieza el niño al crecer, u otras que se detienen en las consecuencias de haber recibido una educación defectuosa. A mi juicio son relatos que hacen pensar, que ayudan a superar las limitaciones que muchas veces los adultos tenemos para ponernos en el lugar de los chicos, y que señalan con claridad que si educar mal se puede hacer de muchos modos, educar bien sólo se puede hacer de una manera.

Como no es infrecuente que se intente atribuir a la literatura, y más aún a la Literatura infantil y juvenil (LIJ), una misión formativa que la sobrepasa, es conveniente una precisión. «Socializar» al niño, enseñar historia, dar a conocer el funcionamiento de un reactor, aclarar el sentido de la vida…, no son misiones para las novelas, aunque de todo eso puedan y deban hablar. Ningún relato sustituye las enseñanzas de un padre o un profesor, o las propias de un tratado de fauna o de filosofía. Las ficciones, del tipo que sean, sirven para ver las contradicciones y para contrastar las teorías, para completar conceptos y para gobernar las paradojas de una realidad que tiene muchos matices. Por eso son tan resistentes a entrar en los moldes de quien cree tener seguridades, y por eso, aunque haya que pedirles que se hagan cargo de la seriedad de las preguntas, no hay por qué confiar en que den respuestas, pues pueden no tenerlas. Con frecuencia, las ficciones sólo son capaces de apuntar qué cosas son inaceptables y qué métodos no son válidos o tienen inconvenientes. Y en no pocos casos eso ya es mucho.

I – Chicos desconcertados

Al crecer, el niño va contrastando lo que ve con lo que oye. Entre las influencias que le llegan no siempre tiene fácil llegar a saber con claridad qué es el bien y qué es el mal, y por qué lo bueno es bueno y lo malo es malo. Con los ejemplos que tiene alrededor, tampoco le resulta siempre sencillo llegar a querer el bien como bien, y no por sus ventajas, y a rechazar el mal por ser mal, y no por sus efectos. E incluso en casos favorables, no siempre tendrá fácil hacer el bien y evitar el mal cuando llega el momento de poner en práctica lo que sabe y lo que quiere. Para mostrar luces y sombras en ese aprendizaje, se podrían citar escenas de sagas tan conocidas y populares como, por ejemplo, las de Guillermo Brown o El pequeño Nicolás; o tiras cómicas como las de Charlie Brown o Calvin y Hobbes. En ellas veríamos líneas básicas del desarrollo moral de los niños: qué criterios son universales y cuáles circunstanciales, qué pautas y talantes son adecuados, etc. Pero en este artículo usaré otra clase de historias.

Nada es normal entre la niebla

Una de las mejores novelas acerca de la dificultad de saber qué está bien y qué está mal es Las aventuras de Huckleberry Finn. Huck escapa de su padre, alcohólico y violento, y se une a Jim, un esclavo negro que también se fuga; Huck piensa de continuo que está obrando mal, por huir de su padre y por no denunciar a Jim, y en su mente combaten argumentos irreconciliables. Mark Twain muestra la presencia en el interior del niño de las preguntas clave, hace ver las consecuencias de una enseñanza religiosa que usa razones equivocadas para enseñar el bien, señala con agudeza cómo influyen las convenciones sociales en la formación de los criterios morales. Todo el debate interior de Huck, cuando entiende lo malo como bueno al aceptar el racismo, o cuando entiende lo bueno como malo al verse culpable por no denunciar a Jim, es una magistral exposición de cómo recibimos la educación moral dentro de la cultura en la que nos movemos, cómo el juicio de la conciencia está mediatizado por una presión social inconsciente y depende muchísimo de la educación y de la experiencia.

Desde Huck Finn son muchos los libros que tratan sobre chicos desamparados y perdidos que, como Huck cuando se separa de Jim y está desorientado en una balsa en medio del río, manifiestan con desaliento que «no se pueden entender las voces en medio de la niebla, porque nada se ve normal, ni se oye normal entre la niebla». El problema básico para el niño, ayer y hoy, se plantea cuando los adultos que lo rodean no saben qué está bien y qué está mal. O no quieren preguntárselo a sí mismos porque prefieren su comodidad actual, por lo que acaban empleando argumentos inconsistentes para justificar lo bueno o atacar lo malo. Es lo que sucede cuando se recurre a simplificaciones como señalar que actuar bien es conveniente por el premio, y actuar mal es estúpido por el castigo, posible o inevitable. No hace falta mucha experiencia de la vida para saber que, al menos a simple vista, no pocas veces actuar mal tiene premio y actuar bien parece causar desgracias. De ahí que, cargando un poco la mano, Twain escribiese un irónico cuento, completamente lineal, con el expresivo título Historia del niño malo que no tuvo contratiempos.

Ignorancia e inocencia

Son distintos los problemas que se presentan al niño cuando tiene claro qué debe hacer pero los deseos tiran en dirección opuesta. En una novela deudora de Huck Finn, una más, Los rateros, premio Pulitzer ganado póstumamente por William Faulkner y también traducida con el título La escapada, la conciencia del protagonista trabaja sin descanso. A sus once años, Lucius Priest se deja convencer por dos empleados de su abuelo para, en su ausencia, realizar con su coche un viaje que tendrá episodios realmente cómicos, dentro del mundo algo alucinado de tantas novelas sureñas estadounidenses. Igual que Huck, Lucius se plantea continuamente la moralidad de lo que hace, pero además, como los sucesos son narrados muchos años después a su hijo, abundan reflexiones con un explícito propósito formativo. Frente a visiones angelicales del niño, tan frecuentes en la LIJ, Faulkner se alinea con San Agustín al afirmar que «cuando la gente mayor habla de la inocencia de los niños no saben lo que dicen. Si se les demuestra que no hay tal inocencia, sustituirán la palabra por el término ignorancia. No, el niño tampoco es un ignorante. No hay crimen que un niño de once años no haya podido prever. Su única inocencia consiste en ser demasiado joven para desear sus frutos, lo cual constituye más bien cuestión de apetito y no de inocencia; su ignorancia radica en el hecho de no saber cómo perpetrarlo, lo cual no es ignorancia, sino mera carencia de proporciones físicas adecuadas».

La formación moral no puede ignorar esa raíz interior del mal y, a la claridad en los argumentos, ha de sumar ejemplos adultos que conduzcan a que lo bueno atraiga y lo malo repela, en cierto modo igual que lo hacen las obras de arte valiosas y las pésimas. Un educador puede saber qué está bien y qué está mal, pero puede no enseñarlo o enseñarlo mal, como sucede por ejemplo en casos de dejación o de abuso de autoridad. Puede enseñarlo bien, pero ser patentes las diferencias entre lo que dice que se debe hacer y lo que hace o desea. Tarde o temprano, el niño acaba percibiendo la diferente vara de medir que a veces usan los adultos, y notando si buscan el bien por interés o no hacen el mal sólo por miedo.

Salir de la manada

Puede ocurrir que un chico sepa lo que debe hacer y quiera llevarlo a cabo, pero no pueda. Así pasa en una novela escolar completamente distinta de cualquiera de nuestro entorno: Nuestro frustrado héroe, del coreano Mun-Yol Yi. Con doce años, Pyong-The, se incorpora a una escuela de provincias, a una clase dominada por un chico con unas extraordinarias dotes para un liderazgo basado en la manipulación. Los intentos de Pyong-The de rebelarse son infructuosos y le llevan a sufrir un aislamiento cada vez mayor, hasta que capitula y, entonces, empiezan a lloverle los favores… Esta historia sugiere al lector que se pregunte si aceptaría el castigo corporal en la escuela si ése fuera el camino para evitar que los chicos sean manejados por un tirano; le hace interrogarse sobre qué medios son legítimos para formar futuros ciudadanos libres, personas capaces de defender la convivencia democrática; le hace notar cómo educar para la libertad es distinto a educar por medio de la libertad… Pero, en lo que nos ocupa, toda ella es la lucha interior y exterior de un chico que no puede con la presión de su entorno de compañeros. Es muy difícil para el niño o el adolescente chocar dentro de su propio grupo, y más aún cuando sus padres y profesores no entienden nada del ambiente interno de los chicos: «perdí todas las ganas de hablarle de nuevo de mis problemas personales», se lamenta Pyong-The de su padre.

Que un chico llegue a tener una personalidad formada que le permita no ser fácilmente manipulable, depende de que posea unas referencias externas firmes: padres, profesores, amigos… Cuando Alex, el protagonista de la novela de Enrico Brizzi Jack Frusciante ha dejado el grupo, se enamora y elige un comportamiento distinto al de sus compañeros se pregunta: «¿estoy loco? ¿estoy al principio de un camino que no lleva a ninguna parte? ¿Estoy al principio de un camino que lleva hacia arriba? ¿Estoy en el grupo? ¿Estoy fuera del grupo?…». En su caso, aunque ninguno de los adultos tan mediocres que le rodean puede ayudarle, el amor permite a Alex salirse de la manada. Las situaciones de Pyong-The y de Alex, tan distintas, muestran cómo el objetivo final de la formación moral es que un chico llegue a valorar como lo mejor para él aquello que verdaderamente le conviene, y tenga ímpetu interior para realizarlo a pesar de las dificultades. Pero a veces esto no se consigue sin una ayuda externa: Alex la encuentra en su novia, Pyong-The no la encuentra en sus padres y profesores.

II – Chicos desequilibrados

Otro modo literario de revelar los fallos en la educación moral es hacer notar las consecuencias de no armonizar inteligencia, voluntad y afectos. Está de acuerdo con la lógica del planteamiento que las novelas que lo cuentan estén narradas por personajes algo fuera de sus casillas: es un modo inteligente de señalar a dónde conduce no hacer las cosas bien y de subrayar la importancia de saber escuchar a quien normalmente no tiene voz.

Habría que remontarse a tiempos ilustrados o a tiempos enérgicos, pre o post-bélicos, para encontrar relatos en los que se dé preponderancia a la inteligencia o a la voluntad. Si en algo insisten hoy las ficciones es en el carácter decisivo de los sentimientos, si algo abunda en un mundo saturado de imágenes son los estímulos dirigidos al estómago y a las emociones. El pendulazo se nota, también, en que muchas construyen un cliché de los modos de reaccionar muy cerebrales o poco afectuosos, para poder despacharse a gusto y resaltar la importancia del corazón.

Inteligencia sin conciencia

Personas y enfoques que sobrevaloran la inteligencia se ven en Flores para Algernon, de Daniel Keyes, una novela con un planteamiento inicial de ciencia-ficción en la que se alcanza una fortísima tensión emocional. Después de que se ha probado la eficacia de un tratamiento para aumentar la inteligencia en una rata de nombre Algernon, unos científicos hacen lo mismo con un chico subnormal (discapacitado, diríamos ahora) llamado Charlie; él mismo es quien cuenta la historia por medio de unos informes que le mandan escribir acerca de sus progresos y que reflejan la evolución de su mundo interior; el experimento es un éxito pero, según avanza el tratamiento, Charlie enjuicia sus recuerdos de modo muy distinto a como los vivió en su momento y cuando alcanza una inteligencia cumbre… se da cuenta de que su nuevo estado es pasajero. Todo el relato es una llamada de atención sobre la insuficiencia del nivel intelectual para medir a las personas: Charlie verá que su desarrollo intelectual subraya las ineptitudes de los otros y, por tanto, ahonda las diferencias con quienes conocía y quería; descubre la falta de solvencia moral de quienes han experimentado con él sin considerarlo como una persona de igual dignidad que los demás; aprende que cuando la inteligencia y el saber se convierten en ídolos que pasan por encima del corazón dejan de tener verdadero valor.

En mundos como los de la ciencia y de la economía existe una racionalidad dominante que deja de lado consideraciones éticas y reclama una libertad no limitada por normas morales. Intentar reflejar esto literariamente conduce a mostrar los choques que se producen cuando esa mentalidad de dominio afecta a las personas concretas. Una breve pincelada acerca de lo mismo la encontramos en Harry Potter y la piedra filosofal, cuando Hermione dice a Harry que «la amistad y la valentía son más importantes que los libros y la inteligencia». Pero es conveniente advertir que dar relevancia a lo sentimental en la esfera privada y a lo racional en la esfera pública tiene la misma base: sustituir los fines por los medios, hacer en cada momento no lo que conviene de verdad a las personas y a la sociedad sino lo que me interesa a mí aquí y ahora.

Demasiada voluntad

Dar a la voluntad un papel dominante será criticado también hoy, precisamente atendiendo a tiempos, lugares y personas donde se planteó así la educación. En Lección de alemán, Siegfried Lenz pone voz a un desmadejado narrador de nombre Siggi que intenta, en el reformatorio en el que está ingresado, colocar en orden sus recuerdos de los años 1940-1945. De ellos va surgiendo, poco a poco, la figura dominante de su padre, un funcionario de policía con un obsesivo e inmoral sentido del deber. Las conclusiones se imponen: no sólo no se puede aceptar el deber como norma absoluta, sino que el deber es sólo una ciega arrogancia. Al interrogante implícito sobre los cimientos de una educación moral correcta de los chicos, se añaden los que se hace Siggi expresamente al final de su redacción: «Pero yo quiero preguntar algo: ¿Por qué no hay (reformatorios como éste) para ancianos difícilmente educables? ¿Es que acaso ellos no lo necesitan? (…) ¿Cuándo termina el proceso educativo, es lo que quisiera preguntar?».

La versión casera de querer apoyar la moralidad en el deber es la educación formalista, del pasado y de ahora, que pide a los niños que actúen de un determinado modo sin saber darles los motivos. Es uno de los terrenos preferidos de la LIJ, en la que proliferan desde hace décadas los chicos y chicas rompedores de moldes: cuando la profesora tiene una conversación con Pippi Langstrump preguntándole si no quiere ser «una señora cuando sea mayor», de «las que siempre saben cómo comportarse y nunca dejan de ser correctas y bien educadas», ella zanja la cuestión diciéndole que quiere ser pirata. En el origen de tantas educaciones fallidas están unas convicciones firmes pero falsas, unas razones o formas equivocadas para mandar lo correcto, la incapacidad de razonar los fundamentos de lo que se manda y, por tanto, de jerarquizarlo. Tiene su lógica que se produzcan actitudes de rechazo y que se obtengan personalidades reprimidas.

Corazón descontrolado

Son multitud las ficciones que conceden a los sentimientos la primacía en las relaciones humanas. Más arriba he citado Alex Frusciante ha dejado el grupo, un relato relativamente bien centrado, en el que su protagonista dice al lector que quiere huir de «un hedonismo aburrido y discotequero» apoyándose en «la importancia fundamental de los sentimientos». Pero creo que hay que romper la identificación sentimentalismo-blandura y salirse de cualquier tono rosa para mostrar con más claridad a dónde puede conducir una formación que da una importancia máxima a los afectos y minusvalora el papel de la razón y del esfuerzo.

La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe, es un relato contado por un chico de diecisiete años, interno en una prisión juvenil a consecuencia de un robo. Por sus condiciones para correr, el director le deja tiempo para que pueda entrenar. Su propósito es que gane una próxima carrera nacional en la que será representante del reformatorio. Con gran acritud, el joven narrador se rebela contra la hipocresía de quienes intentan reconducirle a la vida social normal, «señores de cara de cerdo y narices llenas de mocos» que «vienen y nos sueltan discursos sobre que los deportes son lo adecuado para que empecemos a llevar una vida honrada y mantengamos las puntas de los dedos lejos de las cerraduras de las tiendas y las cajas de caudales, y de las horquillas de abrir contadores de gas». El relato de Sillitoe es una feroz llamada a la rectitud sin fisuras de los educadores, único resquicio que, incluso sin saberlo, algunos tienen para la esperanza.

El joven corredor no quiere ganar la carrera a pesar de sus ventajas, por mantener una cierta honradez consigo mismo que su mente ve compatible con el rencor: y el planteamiento de la novela nos lo presenta como justificado por los ejemplos que ha recibido. Esto no es muy distinto, pongamos por caso, a la chica que renuncia a ciertas ventajas materiales por firmeza en su amor por un hombre casado y de paso llevar la contraria a quienes se oponen a su relación: actitudes que también se nos pueden presentar como comprensibles según lo que haya visto a su alrededor. Es decir, no es sentimental quien cambia con facilidad de estados de ánimo sino quien renuncia a introducir racionalidad para enjuiciar y ordenar sentimientos contrapuestos, quien no pone voluntad para gobernarlos en la mejor dirección. Obviamente, no es fácil esto cuando durante mucho tiempo han faltado alrededor argumentos y ejemplos de sensatez afectuosa, pues entonces el mundo interior se construye a base de sentimientos de afinidad o de rechazo. Las condiciones de vida muy duras, y las muy blandas, propician que el corazón termine ocupando el sitio de la razón. Al faltar el contrapeso de personas que tienen otros sentimientos y que ven las cosas desde otras perspectivas, es costosísimo llegar a verse uno a sí mismo y a la vida con una mínima objetividad.

III – Chicos perspicaces

Las novelas citadas dan por supuesto que los chicos tienen un cierto conocimiento espontáneo de lo que está bien y lo que está mal. Y cada una subraya cómo ese conocimiento y el comportamiento posterior puede verse deformado por distintas razones. Huck está prisionero de las convenciones morales de su entorno. Lucius experimenta cómo ninguna mentira es inocente y cómo el sentido moral puede cambiarse cuando uno disfraza sus acciones. Pyong-The averigua que una vida se mide por esos momentos donde primero se valora lo que hay que hacer y después se decide, y cómo las percepciones morales pueden alterarse cuando uno cede. Charlie comprueba que las normas morales no son cálculos de utilidad o de eficacia, que las cosas no son buenas o malas porque alguien lo diga, que nada justifica pasar por encima del respeto a las personas pues sea cuál sea su valía según criterios cientificistas todas tienen igual dignidad. Y tanto el trato cruel que sufre Siggi por parte de unos padres seguros de cumplir con su deber, como el trato de favor dado al joven corredor para que gane la competición, señalan la falsedad de una ética entendida como un sistema de reglas o un juego de premios y castigos. A todos ellos, las leyes de la realidad les han enseñado que un comportamiento ético universalmente válido se tiene que apoyar en cimientos más sólidos que cualquier clase de opinión o convención.

Desde otro punto de vista, esas novelas tienen en común que no contienen personajes adultos que puedan servir de referencia para unos chicos con problemas. En un momento de su escapada, un desalentado Huck Finn dice que «no importa si haces bien o mal, la conciencia de uno no tiene sentido común, y se lanza contra uno en todo caso. (…) La conciencia ocupa más sitio que todo el resto de las entrañas de uno, y además no vale para nada. Tom Sawyer es de la misma opinión». A mí me parece importante decirles, a Huck y a sus compañeros, que su conciencia es la que les hace tan perspicaces, y que todos los preferimos así. Sus historias nos enseñan que los itinerarios morales de los chicos dependen de quienes tienen alrededor, y en particular de sus educadores. Si éstos manejan unos conceptos morales difusos, la educación que dan no sabe a dónde va, y cuando cree saberlo, no sabe cómo ir o llega a dónde no espera. Y cuando el comportamiento adulto no tiene coherencia y rectitud, en la conciencia de los chicos difícilmente coincidirán lo que se quiere hacer con lo que se tiene que hacer, que al fin es el único modo de saber de verdad lo que se hace.

NOTAS

Este artículo fue publicado, con el título «Chicos desconcertados, chicos desequilibrados, chicos perspicaces», en la revista NUESTRO TIEMPO en diciembre de 2003.

Todas las novelas citadas están reseñadas en el diccionario de la página web. Además, el relato citado de Mark Twain, Historia del niño malo que no tuvo contratiempos, está contenido en Antología de cuentos de la Literatura universal (1953); Barcelona: Labor, 1969, 3ª ed., 2ª reimpr.; estudio preliminar de Ramón Menéndez Pidal; selección y notas por Gonzalo Menéndez Pidal y Elisa Bernis.

 


6 septiembre, 2007
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