Hace años leí Los grandes relatos, de José Jiménez Lozano, del que recordaba pocas cosas, aunque sí que su título aludía irónicamente a la discusión entre los filósofos posmodernos acerca de que ha pasado ya la época de los grandes relatos que intentaban dar un sentido a la historia, para enseñar una vez más la verdad que los listos olvidan de que son las vidas humildes de personas sencillas y rectas las que sostienen nuestro mundo.
Tal como aquí se indica es una colección de treinta y tres cuentos breves extraídos de la infancia del autor en un pueblo castellano después de la guerra civil. Estoy de acuerdo también con esta buena reseña —que además contiene algunos textos jugosos del libro—, de que es uno de los mejores libros de cuentos de Jiménez Lozano: tal vez porque los acentos autobiográficos le dan una vibración especial que, con frecuencia, conmueve; y tal vez también porque tanto el hecho de que las historias se sucedan en un cierto orden como el de que algunos personajes, como la abuela o la madre del narrador, reaparezcan en cuentos posteriores, le da unidad al libro.
Aquí quería poner unos párrafos del capítulo titulado «Los Episodios Nacionales», pues en ellos se ven muy bien el engañoso estilo conversacional y el espíritu de honradez del narrador:
«Esto de contar lo que pasó y de lo que se acuerda uno, o se acuerdan otros y te espolean para que te acuerdes tú mismo es un asunto que según se mire. Siempre te quedas no sé cómo decir, después de haberlo contado; porque se te olvida algo o qué sé yo. Luego ya, no puedes intercalarlo donde lo tenías que haber dicho en su sitio propio, e incluso si llegas a poder contarlo al final, ya todo queda deslavazado. O a lo mejor te entran remordimientos de haberte puesto tú mismo a contar algo de tu propia cosecha; o que te confundes o no te acuerdas bien, aunque al contar las cosas vuelvas a verlas tal y como sucedieron o como te las contaron. Aunque no quieras, porque de las mismas palabras tuyas tienes miedo de que no cuenten bien las cosas o se pierda algo. Siempre tienes miedo, porque es como si anduvieses vertiendo el agua de una vasija a otra y luego a otra y luego a otra, que siempre algo se pierde o se evapora o qué sé yo. Y no digo nada de los intríngulis de la vida: que estás contando la historia de alguien y, según vas hablando, te das cuenta de que ése del que hablas era hermano de éste o del otro, y de su padre o su abuelo, tal y tal cosa que hicieron, o tenía la costumbre de andar con dos relojes, o había sido esto y lo otro en la política o había arramblado con esto o con lo otro, y la casa era así o asá, y esto sucedió aquí mismo donde estaba tal y tal cosa, pero ¿cómo vas a andar diciendo todo esto? O las mañanas o las tardes y las noches, tal como las recuerdas, que parece que las estás viendo: las neblinas sobre todo del invierno, o las alondras y las patas de las perdices, ¿cómo lo dices? Porque no se puede decir. Lo primero porque te enzarzas con unas cosas y otras, y te haces a ti mismo una madeja más enredada aún de la historia que quieres contar, que no es una novela; que si fuera una novela pues lo mezclas todo y te guardas lo que pasó para lo último, y en paz. Pero no son novelas y figuraciones lo que yo cuento, sino lo que yo recuerdo que pasó y cómo eran las personas, una por una, sin meterme yo en nada de lo que cuento, salvo que puedo decir: “¡Pobrecillo!”, ¿no? Porque tenemos corazón, ¿no?, o que te puede parecer bonito, como hay cosas bonitas, y cuando las recuerdas, dices, cuando las cuentas, “¡qué bonito!”, ¿no? Pero nada más. Y algunas de esas cosas ni tratas siquiera de mentarlas para que se percaten los que no las han conocido, ¿para qué? Dices, por ejemplo, la alamedilla que había junto a la laguna, que la cortaron; o el piano de la señorita Eulalia, o el cristo que había en la iglesia que te miraba con misericordia, pero lo demás ¿para qué? Esto te lo guardas cuando cuentas las cosas. No vas a decir eso de dentro tuyo que sentías o sientes, que tú cuentas la verdad de lo que viste o se decía, o te contaron, y ni entras ni sales. Y también te tienes que guardar las interpretaciones de por qué hacían esto o lo otro. ¿Y tú qué sabes, no? O las suciedades que también las había y las hay; y a lo mejor, ahora que ya no hay cuadras en las casas, no nos damos cuenta, pero una cuadra digo yo que llevamos nosotros todos con nosotros mismos, y entonces, pues lo que tienes que hacer con una cuadra es echar allí zotal, y sacarla y limpiarla cada pocos días. ¿Y qué vas a contar de la cuadra tuya o de la cuadra de los otros? Pues ya se sabe lo que es una cuadra, y a mí me ha gustado siempre, por eso, la limpieza misma en el hablar y la claridad del agua clara de un manantial, y así cuento yo estas cosas, ya lo advierto. (…) Bastante misterio tienen las personas como para, encima, andar con madejas y tramas o episodios nacionales, ¿no? Nada de esto, sino sólo lo que pasó a cada uno, como el agua clara, o el pan recién hecho de los de antes que con un currusco o cortecilla te bastaba, y era lo mejor; mejor que la torta y los otros ringorrangos para sacar cuartos y como si quisiera disimular que el pan es pan, la única verdad del mundo, que es lo que tienes que contar y acordarte de los muertos, y sólo por esto, y porque te revives siempre recordando como si estuvieras bebiendo de un manantial, sigo yo contando todas estas cosas».
José Jiménez Lozano. Los grandes relatos (2013). Barcelona: Anthropos, 2013; 144 pp.; ISBN: 978-8476582916. [Vista del libro en amazon.es]