En Los náufragos de las Auckland, François-Édouard Raynal cuenta un naufragio real del que fue protagonista. Se publicó en 1870 y sirvió de inspiración a Jules Verne para La isla misteriosa. Un buen prólogo compara el libro con otros que también tratan de cómo distintos náufragos afrontaron su destino, hace notar las dotes de Raynal tanto para resolver los problemas prácticos que se les presentaron como para mantener unidos y con buen ánimo a sus compañeros, y señala que su religiosidad y sus creencias fueron una enorme ayuda en los momentos difíciles.
El autor primero cuenta su vida: embarcó en 1844 con 19 años, debido a que su familia se arruinó, y fue marinero durante un año y medio; dedicó luego tres años a dirigir una plantación de azúcar en la isla Mauricio; desde 1853 fue buscador de oro en Australia once años; y, a punto de regresar a Francia, aceptó embarcarse en la goleta Grafton para buscar una mina de estaño en una isla cerca de Nueva Zelanda. Pero, al regreso de esa expedición, en enero de 1864, su barco encalló entre las rocas en la isla Auckland, la mayor del archipiélago del mismo nombre, momento en el que comienza propiamente su historia.
Los cinco miembros de la tripulación, un estadounidense, un inglés, un noruego, un portugués y el autor, francés, pasaron veinte meses en la isla. Sobrevivieron cazando animales, sobre todo leones marinos, construyeron una cabaña consistente a partir de los restos del barco, y procuraron vivir lo más civilizadamente posible: Raynal se las arregló para fabricar jabón, para curtir pieles con las que hacerse nuevo calzado y nueva ropa, e incluso preparó una forja; se organizaron para darse clases unos a otros y se impusieron «el deber de aprovechar el buen tiempo para realizar observaciones solares y lunares, a fin de precisar, en la medida de lo posible, la posición geográfica del archipiélago», etc. Finalmente, al ver que no venían a buscarlos y que seguramente nadie los encontraría, adaptaron el bote salvavidas que tenían y en él se fueron primero tres y, cuando llegaron a puerto, mandaron un barco a por los otros dos.
La decisión clave para la supervivencia la toma Raynal cuando reflexiona en que «nuestra única fuerza era la unión, y que la discordia y la división serían nuestra ruina. Pero el hombre es tan débil que a veces ni la razón, ni la defensa de su dignidad, ni siquiera la consideración de su interés bastan para recordarle cuál es su deber. Es necesario que una regla externa, una disciplina, lo proteja de las flaquezas de su voluntad». Por eso propuso, y los demás aceptaron, que uno de ellos, el capitán Thomas Musgrave, hiciese las veces de cabeza de familia, y escribió unas reglas para determinar sus obligaciones y las de los demás. Procuró evitar cualquier asomo de desunión entre sus compañeros —rompió una baraja de cartas cuando vio que alguno no sabía comportarse con moderación— y a sí mismo se impuso un comportamiento recto para no dar lugar a quejas de los demás.
El relato como tal es apasionante y su veracidad se apoya en que no parece haber exageración alguna y en que tanto Thomas Musgrave como Raynal llevaron diarios del tiempo que pasaron en la isla. Los dos publicaron sus narraciones sobre lo sucedido en 1866 y 1870, respectivamente. De las dos la más completa y popular fue y sigue siendo la de Raynal.
François-Édouard Raynal. Los náufragos de las Auckland (Les Naufragés, ou Vingt mois sur un récif des îles Auckland, 1870). México: Jus, 2017; 224 pp.; col. Crónicas; trad. de Pere Gil; prólogo de Alfredo Pastor; ISBN: 978-6079409715. [Vista del libro en amazon.es]