Un cuento de Navidad para Le Barroux, de Natalia Sanmartin Fenollera, es una historia compuesta, como se explica en la contracubierta y en la dedicatoria, a petición de la abadesa de un monasterio benedictino francés. La autora, que abre su relato con dos páginas en las que se contienen algunas invocaciones a la Virgen y una cita de san Bernardo, desea hablar del misterio de la vida y del misterio de la muerte de modo poético y sugerente pero sin abusivas simplificaciones: «las “perspectivas sin explicación” forman parte del efecto literario» decía Tolkien. Los dibujos a carboncillo de la norteamericana Michaela Harrison —que me han hecho pensar en las ilustraciones de Maurice Sendak en Al otro lado, una historia que nada tiene que ver con esta pero que también habla de un mundo más allá del nuestro—, ocupan una doble página, o dos, en cada capítulo, y transmiten la calidez familiar y el ambiente invernal y un tanto abigarrado propios de celebraciones navideñas como las del relato.
En un primer capítulo, en tercera persona, se habla de una mujer enferma en cama y de su hijo. Luego, en siete capítulos más, ya en primera persona, el niño habla de que su madre murió cuando tenía ocho años, rememora las cosas que le decía, da unas pocas pinceladas de su vida familiar, y explica que, pasados tres años desde la muerte de su madre, ya le resultaba difícil creer en todo lo que le contaba: «Mirad el cielo—nos decía siempre en Nochebuena—, fijaos en todas esas estrellas, en todos esos millones de galaxias y de constelaciones, en todo el firmamento. Dios encerró una noche como esta el cielo entero dentro de una pequeña cueva en Belén para que su Hijo pudiese jugar con ellas». El narrador, una de cuyas referencias es El Gran Libro de los Héroes de la Biblia, recuerda lo que leyó acerca de hombres que pidieron una señal a Dios y cómo, al fin, Dios se la mandó: por eso, a pesar de sus dudas sobre lo que su madre le había contado, sigue pidiendo una señal, cualquier señal, «para estar seguro de que lo que mamá decía sobre Dios, la cueva y el cielo era verdad».
Desde un punto de vista formal hay que destacar el encanto de un narrador que puntúa su relato con toques propios de la forma de razonar de un niño sencillo y algo redicho. Así, se plantea una vez que «si hay unas llaves tiene que haber una puerta. Parece de sentido común, como dice la abuela, pero en realidad es lógica deductiva, lo pone en El Gran Libro de las Maravillas de la Ciencia», otro de sus libros de referencia. O, por ejemplo, en otra ocasión explica que a su abuela le dolían los huesos al arrodillarse, «porque cuando te haces mayor te duelen los huesos y aún más con el frío. Seguro que también le dolían a Abraham, pero no tanto como a la abuela, porque en su tierra hacía más calor que en la nuestra».
En cuanto a los contenidos apunto dos consideraciones además de las que hace la autora en esta buena entrevista. Una, que en el hecho de que, tal como repite varias veces, el protagonista vea que no es capaz de recordar el rostro de su madre aunque piensa en ella constantemente, se ve que siente la misma nostalgia invencible de un Marcelino pan y vino y que también él es de los que «creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro», la cita del cardenal Newman con la que la autora comenzaba El despertar de la señorita Prim. Otra, que al chico le han dicho que todas las cosas ocurren «bajo la atenta mirada de Dios» y por tanto sabe que hay que rezar para escuchar, cuando lleguen, las respuestas que uno necesita: sabe, aunque no sea capaz de conceptualizarlo así, que determinados sucesos de la vida hay que reconocerlos como señales que —decía C. S. Lewis en Cautivado por la alegría— «no son la ola, sino la señal dejada por la ola en la arena», señales cuya importancia no está en ellas mismas sino en la realidad de la que nos hablan.
Natalia Sanmartín Fenollera. Un cuento de Navidad para Le Barroux (2020). Barcelona: Planeta, 2020; 72 pp.; ilust. de Michaela Harrison, ISBN: 978-8408218920. [Vista del libro en amazon.es]