Persuasión, una novela que tenía en mi lista de relecturas desde hacía tiempo y que he podido leer y anotar en los últimos meses, fue la última que terminó Jane Austen. No la reescribió, como había hecho con las anteriores, y se publicó pocos meses después de su muerte. Es la única de sus novelas que transcurre durante su misma época, desde el verano de 1814 hasta 1815, año en el que Austen empezó a escribirla. La he releído porque Austen siempre lo merece pero, en concreto, porque quería recordar el perfil de la heroína, Anne Elliot, una mujer que siempre aporta sensatez a la vida cotidiana y que siempre procura optar por el mejor curso de acción posible: sus actitudes ante la vida no son las de Darcy y Bennet en Orgullo y prejuicio, ni las de las hermanas Dashwood en Sentido y sensibilidad (o Juicio y sentimiento), ni mucho menos la frivolidad inconsciente y bienintencionada de Emma…
La novela comienza cuando Anne tiene 27 años y vive con su padre y su hermana mayor. Como tienen problemas económicos alquilan su gran casa a un almirante y a su esposa, y ellos deciden mudarse a vivir a Bath. Mientras su padre y su hermana se van para instalarse, Anne se queda un tiempo con otra hermana suya, Mary, casada con Charles Musgrove, que tiene varios hijos pequeños. En esas semanas, con motivo de las reuniones sociales que se suceden, en su casa o en casa de las hermanas de Charles, se reencuentra con el capitán Frederick Wentworth, el hermano de la esposa del almirante, con quien había estado comprometida siete años antes, en 1806. Más adelante Anne se va a vivir a Bath también y allí acaban el capitán, los Musgrove, y más personajes entre los que hay un primo suyo, con derecho a heredar la casa de los Elliot, que busca reconciliarse con el padre de Anne y ganársela a ella lo que, naturalmente, pone nervioso al capitán.
La novela, escrita en estilo indirecto libre, va dejando claro el modo de ser de Anne, a quien vemos como una mujer que se toma su tiempo para conocer a las personas. En relación a su primo dice la narración que «no le bastaba el mes que llevaba tratándolo para estar segura de conocerlo a fondo» y que Anne se pregunta «¿quién se atrevería a garantizar los sentimientos de un hombre listo y cauteloso, ya bastante maduro para apreciar las ventajas de fingir un carácter agradable?». En otro momento se indica que duda cuando ve que «jamás se advertía en él una explosión de sensibilidad ni el fogoso comentario de indignación o agrado suscitados por el espectáculo de las buenas o malas acciones», «una grave imperfección en opinión de Anne, que estimaba la franqueza, la sinceridad y la espontaneidad sobre todas las cosas», y que «sabía que podía fiar mucho más en la sincera condición de los que a veces se descuidan y precipitan, que en la de aquellos que, cautos y mesurados, jamás dan un paso en falso».
La vemos también como una persona nada entrometida que sabe valorar bien las limitaciones de quienes tiene alrededor. Así, cuando está viviendo con su hermana Mary, una mujer ansiosa y caprichosa, y su bondadoso marido, la narración cuenta sus pensamientos acerca de su cuñado: considera «que un matrimonio más adecuado lo habría mejorado notablemente y que una mujer de verdadero entendimiento habría podido sacar de su condición moral mejor partido, sobre todo en lo que a costumbres y aficiones se refería. Porque lo cierto es que sólo parecían entusiasmarlo los deportes, y fuera de ellos malgastaba el tiempo sin recoger el beneficio de los libros ni de nada. Tenía un humor excelente, en el que no hacía mella el tedio frecuente de su esposa, hacia la que mostraba paciencia infinita, con gran asombro de Anne, y en general, si bien menudeaban las discusiones —en las que ella intervenía más de lo que deseaba, requerida por ambas partes—, podían ser considerados como una pareja feliz».
Anne se nos presenta, cuando es el caso, como alguien que sabe sostener sus opiniones con aplomo y buenos argumentos. Al capitán Harville, que le dice que no recuerda haber abierto en su vida «un solo libro en el que no se aluda, de una manera u otra, a la inconstancia de las mujeres», Anne le hace notar que no debe tomar ejemplos de los libros: «los hombres siempre han disfrutado de una ventaja, y ésta es la de ser los narradores de su propia historia. Han contado con todos los privilegios de la educación, y, además, han tenido la pluma en sus manos. No, no admito que presente los libros como prueba». Al mismo tiempo dice de sí misma que merecería el más absoluto desprecio si se atreviera a presumir que las mujeres monopolizan la ternura y la constancia: «considero a los hombres capaces de todo lo grande y lo bueno como maridos y como padres».
Como las demás heroínas de Austen pero con la ponderación que le da ser la mayor de todas ellas, hay un momento en el que Anne hace balance de sus acciones, en especial de cuando, tiempo atrás, decidió cortar su relación con el capitán Wentworth: «he estado pensando en el pasado y he tratado de juzgar imparcialmente mis errores y mis aciertos, y creo sinceramente que en su momento procedí bien», aunque también se dé cuenta de que su amiga la señora Russell se confundió en su momento al aconsejarla. Con objetividad reconoce que «se trataba quizá de uno de esos casos en que la indicación sugerida no es buena ni mala en sí, sino que el acierto o el desacierto dependen de los acontecimientos posteriores»; reflexiona que, a pesar de todo, haber seguido ese consejo fue mejor que si se hubiera rebelado contra él, y al mismo tiempo se plantea que ella, en circunstancias similares, se guardaría de dar un consejo semejante.
Esto enlaza con que si Austen es siempre magistral al mostrar el verdadero sentido de la libertad, pues sus personajes siempre acaban dándose cuenta de que sólo pueden alcanzar una libertad mayor eligiendo bien (o que la calidad de la libertad se mide por la calidad de las ataduras a las que nos conducen nuestras elecciones), en esta novela presenta cómo las distintas clases de «persuasiones» a las que cedemos nos hacen tomar una u otra dirección. Obviamente unas están detrás de los comportamientos mezquinos o interesados de algunos personajes. Otras son «autoconvencimientos», como indica el narrador a propósito de una postura que toma Mrs. Russell: «¡Con qué facilidad surgen las razones para apoyar aquello que nos es agradable!». Y, dando un paso más, están también las que podemos llamar «autoengaños», como muestran las reflexiones del capitán Wentworth cuando, mirando su pasado, logra «distinguir claramente la diferencia profunda que separa a la firmeza de convicciones de la obstinación caprichosa y necia». En fin, como dice Anne, «¡qué extrañas quimeras nos forjamos cuando se trata de nuestro querido “yo”! ¡Cuán fácil es engañarse!».
Jane Austen. Persuasión (Persuasion, 1817). Barcelona: Penguin Clásicos, 2018; 296 pp.; trad. de Manuel Ortega y Gasset; ISBN: 978-8491052777. [Vista del libro en amazon.es]