Como anunciaba en la nota de ayer, doy pinceladas de dos momentos graciosos de La suerte de conocerte.
Aunque se podrían poner más ejemplos, aquí van algunos acerca de las comidas que gustan o desagradan al narrador. Nos dice que disfruta en los restaurantes o bares locales donde todo es «natural, tradicional, casero, sin lujos ni pretensiones, con raciones generosas y espléndidas», atendidos por personas que son «un ejemplo de cómo la cocina puede transformarse en un acto de generosidad y un servicio público esencial». En cambio, cuando describe su comida en «un restaurante belga de postín», cuenta que «las cuatro cositas que nos fueron poniendo en cada plato de degustación, muy bien presentadas, con mucho floripondio y colorido, fueron poco a poco incrementado la depresión de mi estómago de gustos camioneros mientras crecía mi malestar con las almibaradas explicaciones didácticas de la camarera para describirte minuciosamente la composición de la chorrada que te estabas comiendo». En otra ocasión habla de su entusiasmo ante una comida que fue «una apoteosis de sabores antivanguardistas y clásicos, pasando del chorizo y la morcilla a la carne a la brasa», y en otra prefiere renunciar a cualquier descripción: «¿Qué puede escribirse de un cochinillo segoviano? Mejor callarse. Ya vendrán otros que lo intentarán y fracasarán».
Una página de otro tipo, de humor algo negro y descarnado, que a mí me parece memorable, es la siguiente: «En mi familia solemos repetir que donde esté un buen tanatorio que se quite una boda. Las bodas son caras, cursis, pretenciosas. Sacan el lado más viscoso de las personas. No me gustan los modelitos, ni las frasecitas, ni las fotos, ni la parafernalia. Me encuentro cómodo en la sobriedad y austeridad de los tanatorios. No hay que disfrazarse, no hay que soltar pasta, no hay que hacer el ridículo, no hay que decir mentiras (“qué guapa y elegante estás”) y no hay que aguantar las “originalidades” con las que algunos y algunas decoran sus bodas. Me da grima la horterada. Soy de las bodas de antes, de las que no había que hacer nada: dar un beso a todos los familiares y sentarse a comer y beber hasta perder el sentido. Y ya está.
En los tanatorios, es cierto, se pasa un poco mal, pero solamente los primeros minutos, cuando ves al viudo o la viuda, o a tus primos y primas, o a tu tío o tía, o a tus vecinos y vecinas, pero una vez superado el relato del fallecimiento y del inevitable “ha dejado de sufrir”, viene lo mejor: los inesperados encuentros con amigos que hace tiempo no veías, con familiares ocultos, con conocidos lejanos que tu memoria ya había borrado. Y, de pronto, aparecen los recuerdos, las risas, las anécdotas. Y a la media hora estás en el bar del tanatorio como si tal cosa, como si fuera una celebración más, poniéndote al día de nacimientos, enfermedades, trabajos, suicidios, cambios de domicilio, muertes, etc. Has ido, además, con la ropa de siempre, sin necesidad de comprarte una camisa y una corbata. Total naturalidad. No hay que disimular nada. Ni aparentar. No hay que impostar. Y no hay que bailar la conga.
Si tienes suerte, encima te puedes llevar el último número de Adiós, la revista de los tanatorios, que informa sobre los últimos avances tecnológicos en necrología, los modelos más solicitados de urnas para las cenizas, epitafios históricos y cómicos, precios de entierros, cápsulas aéreas para que tus cenizas vayan al espacio, reportajes sobre cementerios famosos, qué hacían con sus muertos los sumerios… En fin, que donde esté un buen tanatorio…»
Adolfo Torrrecilla. La suerte de conocerte: Diarios, 2018-2020 (2021). Madrid: Rialp, 2021; 342 pp.; ISBN: 978-8432153426. [Vista del libro en amazon.es]