El nombre del viento, de Patrick Rothfuss, es la primera novela de una trilogía que ha sido saludada como un gran descubrimiento por muchos seguidores de las aventuras fantásticas. Yo la he leído con interés, pues el autor sabe crear tensión y poner en pie un mundo propio —el mismo hecho de haberla leído entera, aunque sea rápido, ya señala una diferencia con bastantes otras que dejo pronto—, pero con la conciencia creciente de que tiene demasiados fallos, de que podría ser mucho mejor si todo fuese más sencillo, y de que la inversión de horas de lectura no compensa de ningún modo.
El enfático capítulo prólogo se titula «Un silencio triple», el mayor de los cuales se nos dice que es el del mesonero, un hombre llamado Kote que aguarda la muerte. Pero, en realidad, es el legendario Kvothe y cuando lo localiza y lo reconoce un tipo llamado Cronista, Kvothe accede a contarle su vida y ya no para de hablar hasta el final. Conocemos entonces quiénes fueron sus padres, actores itinerantes con una compañía, su aprendizaje de multitud de habilidades cuando era un niño y en particular de la música, la misteriosa muerte de sus padres y de toda su troupe, su vagabundeo en la miseria en la ciudad de Tarbean, su ingreso posterior en la Universidad, su aprendizaje allí y sus enfrentamientos con compañeros y profesores. Le mueve el deseo de aprender la magia más alta, la que sabe dar nombre al viento e invocarlo, y el deseo de conocer lo más posible acerca de los Chandrian, una especie de demonios responsables de la muerte de sus padres. Otro capítulo titulado «Un silencio triple», que ahora ya sí que no nos creemos, cierra la historia.
El atractivo principal del relato está en que lo que tiene de novela de aprendizaje con un héroe niño y joven que aprende y sufre y se confunde, pero que también demuestra una y otra vez su superioridad. Quizá lo mejor precisamente sean algunos episodios de la estancia del joven Kvothe en la Universidad, otra escuela de magia con profesores expertos en distintas áreas. Pero un narrador en primera persona ni recuerda tanto ni hace tantas comparaciones, algunas pretenciosas; algunos comportamientos son inverosímiles incluso dentro de la inverosimilitud global, y algunos comentarios o reacciones propias de la mentalidad de hoy suenan anacrónicos (como mínimo); hay personajes poco convincentes como la joven Denna de la que se enamora Kvothe… Luego, le sobran páginas y episodios a los que, al menos por ahora, no se les ve la dirección; le sobran complejidades artificiosas, como el invento de nombres para fechas y periodos de tiempo; son muchas las redundancias —«¿Lo dices en serio? —pregunté, incrédulo»—; algunas descripciones no brillan por su originalidad —«su piel era más luminosa que la luna, y sus ojos, más enormes que el cielo, más profundos que el agua, más oscuros que la noche»—; no es acertado el uso de palabras como ángeles, demonios, Dios…, que, como tienen significados bastante precisos en nuestro mundo, resultan confusas al aplicarse a seres de una historia de esta clase (es sorprendente que con tanta frecuencia se ignore una lección tan sencilla como esta de la obra de Tolkien).
En fin, de un profesor de literatura en la universidad de Wisconsin como el autor, yo no esperaría nunca un diálogo como: «Tengo que irme. Búscame», dice la chica; y responde el chico: «Lo haré. Nos veremos donde se encuentran los caminos».
Patrick Rothfuss. El nombre del viento. Crónica del Asesino de Reyes: primer día (The Name of the Wind. The Kingkiller Chronicle: Day One, 2007). Barcelona: Plaza & Janés, 2009; 871 pp.; trad. de Gemma Rovira; ISBN: 978-84-01-33720-8.