Dos novelas leídas en los últimos meses que me han parecido asombrosamente buenas: Gilead y En casa, de Marilynne Robinson.
En Gilead el narrador es John Ames, pastor congregacionalista de Gilead, Iowa. En 1957, cuando tiene ya setenta y siete años y le han dicho que morirá pronto del corazón, escribe cartas para su hijo, que ahora tiene siete, con idea de que las lea cuando sea mayor. Rememora la historia de su padre y de su abuelo, también pastores, pero mientras su padre era pacifista su abuelo era un abolicionista radical que combatió en la guerra de Secesión. Habla de su propia vida: sus relaciones con su hermano Edward, mayor que él y ateo, la muerte temprana de su primera mujer y de su hija recién nacida, y, años más tarde, su matrimonio con la madre del chico, una mujer mucho más joven que él. Otro hilo es su amistad y vecindad con Robert Boughton, el pastor presbiteriano, un hombre recto con ocho hijos, uno de los cuales, Jack, le causó muchos problemas. Y el último de los temas, el que remueve profundamente su mundo interior, es, precisamente, el regreso de Jack, que vuelve cuando su padre está muy grave, después de veinte años desaparecido.
La densidad de muchos pasajes no va en detrimento de la claridad narrativa, verdaderamente notable, aunque las consideraciones de tipo filosófico y teológico, a partir de citas bíblicas y de obras de Calvino y de Feuerbach sobre todo, ciertamente podrían ser menos. También podría ser menor la inclinación del narrador a ver, en todo, metáforas de otras cosas pero, en cualquier caso, esto responde de lleno a su personalidad, por lo que tienen sobrada justificación y no son inoportunas ni cargantes. No faltan momentos de humor y, de hecho, uno de los rasgos más acentuados del protagonista es su capacidad de asombro ante las cosas más ordinarias. Así, puede pararse y decir: «Un centelleo de la mirada. Qué expresión más maravillosa. De vez en cuando, he pensado que era lo mejor de la vida, esa pequeña incandescencia que ves en los ojos de la gente cuando descubre el encanto de algo, o su humor. “La luz de los ojos alegra el corazón”. Es indiscutible».
El tono es sereno y reflexivo, como de balance y como con la intención de llegar al fondo de los motivos del comportamiento propio para mostrar a su hijo, en el futuro, cuáles son sus raíces, qué clase de persona fue su padre y en qué circunstancias vivió. Pero los acontecimientos del momento en que redacta la historia le llevan también a una sinceridad de fondo mucho mayor de lo que al principio pensaba. Uno de los rasgos que le definen, no el único, lo indica él mismo al final: «Yo mismo fui el buen hijo, por así decirlo. El que nunca abandonó la casa de su padre (aunque mi padre sí lo hizo, un hecho que seguramente pone mis credenciales fuera de toda duda). Soy uno de esos justos por quienes el regocijo en el Cielo será relativamente contenido. Y está bien que así sea. En el amor no hay justicia, ni proporción, y no es necesario que las haya porque cualquier ejemplo concreto es sólo un vislumbre, una parábola de una realidad inabarcable, impenetrable. No tiene ningún sentido porque es la irrupción de lo eterno en lo temporal. ¿Cómo habría, pues, de subordinarse a causa o efecto algunos?».
Marilynne Robinson. Gilead (2004). Barcelona: Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, 2010; 267 pp.; trad. de Montserrat Gurguí y Hernan Sabaté; ISBN: y 978-84-8109-903-4 y 978-84-672-4288-1. [Vista del libro en amazon.es]