Chesterton señalaba, frente a todas las proclamaciones sobre la necesidad de educar bien los niños, que la verdadera necesidad es la de educar bien a los adultos: la nota titulada Salvar a los niños apunta en esa dirección. Otro texto sobre lo mismo es este: «la falacia de moda consiste en afirmar que, por medio de la educación, podemos dar a la gente algo que nosotros no tenemos» (Lo que está mal en el mundo).
En realidad, lo primero que es necesario aclarar es de qué hablamos cuando hablamos de educación: a mí me parecen claras las observaciones de Robert Spaemann recogidas en La educación, un efecto secundario. Chesterton lo dice así: «El punto principal acerca de la educación es que no existe tal cosa. No existe como existen la teología o el arte militar (o como existen disciplinas acerca de cosas definidas). La educación es una palabra como “transmisión” o “herencia”; no es un objeto sino un método. Debe querer significar el traspaso de ciertos hechos, criterios o calidades al último recién nacido. Pueden ser los hechos más triviales o los criterios más absurdos o las calidades más ofensivas, pero si son entregadas de una generación a otra, son educación. (…) La educación es dar algo, aunque sea veneno. La educación es tradición y la tradición (como su nombre lo implica) puede ser traición». (Lo que está mal en el mundo)
Y esto último es más cierto hoy que nunca porque «en los tiempos modernos se ha producido un gran aumento de esa clase de educación que puede imponer el ignorante, y una gran disminución de la clase de instrucción que solamente los instruidos pueden impartir. El político que se limita a declarar que tantos miles de determinadas obras deben ser distribuidas en tales o cuales escuelas, es un ignorante en sentido exacto. El labrador que enseña a su hijo cómo debe usar la podadora es, en ese sentido exacto, un hombre instruido». (Maestro de ceremonias)