Lord Kitchener (1850-1916), un militar con una larga carrera en Sudán, Sudáfrica e India, fue nombrado secretario de Estado para la Guerra cuando comenzó la primera Guerra Mundial. Era un hombre admirado y querido por la gente pero rechazado por la clase política, pues «nunca fue y nunca quiso ser ni más ni menos que un buen militar», algo que Chesterton apreciaba mucho. Falleció durante un viaje a Rusia cuando su barco se hundió al chocar con una mina alemana cerca de las islas Orcadas. Pocas semanas después, el 17 de junio de 1916, Chesterton publicó «The Death of Kitchener», un artículo en The Illustrated London News elogiando las cualidades que, como jefe militar, había demostrado en el pasado: la de ser un hombre de tratados y no de guerra, un hombre de mente abierta y un negociador fiable, un hombre que combatía con dignidad pero capaz de alcanzar acuerdos con sus enemigos. El Departamento de Información del Gobierno británico le pidió que ampliase el texto para publicar una semblanza biográfica un poco más extensa, por la que luego le mandó calurosas felicitaciones el jefe del Departamento, el escritor John Buchan.
En opinión de Chesterton, Kitchener tenía las cualidades del héroe de una obra épica, de alguien que no es poeta pero sí es la materia de los poetas; tenía las cualidades del principal actor de una gran alegoría mucho más enorme de lo que podría él mismo darse cuenta. Una de las razones era que no sólo pedía consejo a los amigos sino que también sabía dialogar y dejarse aconsejar por quienes eran sus enemigos en el combate: cada vez que había tenido que negociar personalmente con alguno el resultado nunca fue de más enfrentamiento sino de más comprensión mutua. Otro de los motivos para las alabanzas de Chesterton fue que Kitchener lamentó el horror de la forma de luchar de los ejércitos alemanes durante la primera Guerra Mundial y declaró que las barbaridades que cometieron habían dejado una mancha imborrable sobre la profesión militar. Frente a ese modo de comportarse, Kitchener saludó la noble caballerosidad de sus antiguos enemigos en Sudán, y deploró que las academias militares y las oficinas gubernamentales europeas se hubiesen dejado arrastrar por una locura tan cruel e inmunda que merecería el desdén del más loco de los derviches del desierto.
G. K. Chesterton. Lord Kitchener (1917).