Cuando leí la novela que puse ayer sobre la muerte recordé un texto de Jiménez Lozano acerca de las representaciones de la muerte en el Barroco porque, pensé, esa clase de novelitas que vuelve a la idea del «polvo serás pero polvo enamorado» de Quevedo, y no es capaz de ir un poco más allá, tienen algo o mucho de autoengaño…
Hablaba ese texto del entusiasmo de aquella época por las calaveras, que aparecían en cuadros como si fueran un reloj para medir tiempo-eternidad y para suscitar «todas las meditaciones barrocas o hamletianas sobre el sentido de la existencia. Pero —seguía el autor— el Barroco adornó con finísimas telas recamadas en oro estos cráneos, los encerró incluso en relicarios de oro y piedras preciosas, colocando éstas a veces en las mismas cuencas vacías de los ojos: zafiros, diamantes y esmeraldas, o rubíes como miradas de fuego o cólera. ¿Negación de la muerte y su vacío? ¿Glorificación del polvo y la ceniza? ¿Complicidad horrible con ellos, como en el verso de William Austin, Sepulchrum domus mea est, el sepulcro es mi casa? ¿Engaño para nuestros sentidos, fascinados con aquellas maravillas, mientras el ánima medita en la nada como si fuese un algo? Todo a la vez, seguramente; vida que es sueño soñado en estos cráneos huecos, puro delirio. “Polvo enamorado” que dirá Quevedo de la infame escoria de la tumba, en un rutilante y mendaz verso, que brilla como esas enjoyadas calaveras, trompe-l’oeil, trampantojo en suma. Máscara».
José Jiménez Lozano. Retratos y naturalezas muertas (2000). Madrid: Trotta, 2000; 203 pp.; ISBN: 84-8164-425-0.