Años sesenta, Estados Unidos. El mundo editorial descubre al público juvenil como filón y objetivo de sus estrategias comerciales. Por primera vez el gobierno norteamericano destina fondos para dotar bibliotecas, con gran satisfacción de las editoriales. En los colegios empieza la presión para que se recomienden libros actuales —los chicos no leen, los clásicos son aburridos, etc., ese discurso que tantos repiten porque les parece natural pero que tiene mucho de inducido, sobre todo cuando la conclusión es «démoles libros de ahora»—. Son años de protesta juvenil. Triunfa West Side Story. En ese ambiente llegó un libro: Rebeldes, de Susan Hinton. El éxito que obtuvo, aunque por encima de su mérito literario, se apoyaba en otros méritos reales: la escritora tenía entonces diecisiete años, conocía el tema del que hablaba —peleas entre bandas juveniles—, y supo contarlo bien, con una mezcla equilibrada de crudeza y de poesía, y con un sentimentalismo disculpable. Aun pasarían unos años hasta que Coppola convirtiera la historia en una película.