Hace más o menos un año decidí leer la Divina Comedia con calma y hasta el final, esta vez azuzado (entre otras lecturas) por un libro de Romano Guardini —citado en La representación de los ángeles y en Más sobre los ángeles—. En esas estaba cuando leí unos comentarios del prólogo que le puso Borges a una edición de Océano de 1998.
En uno, que tiene que ver con citas ya colgadas aquí —Aprender a describir, Los maestros del primer plano— señala el inmenso talento de Dante para la descripción concreta: «No le basta decir que, en la oscuridad del séptimo círculo, los condenados entrecierran los ojos para mirarlo; los compara con hombres que se miran bajo la luna incierta o con el viejo sastre que enhebra la aguja (Infierno, XV, 19). No le basta decir que en el fondo del universo el agua se ha helado; añade que parece vidrio, no agua (Infierno, XXXII, 24)… En tales comparaciones pensó Macaulay cuando declaró, contra Cary, que la “vaga sublimidad” y las “magníficas generalidades” de Milton lo movían menos que los pormenores dantescos». Y termina Borges ese comentario indicando que «la novelística de nuestro tiempo sigue con ostentosa prolijidad los procesos mentales. Dante los deja vislumbrar en una intención o un gesto».
Otro comentario borgiano, que tiene mucho de de reto para un lector de hoy, es el que hace a propósito de la dificultad que tenemos para entender por qué un pecado es mortal a pesar de todos los atenuantes que se nos ocurren: «Nuestro siglo, maleado por las vastas simplificaciones de la propaganda patriótica o comercial (a los films de Eisenstein, digamos, donde los justos tienen cara de justos y los malvados no presentan un rasgo que no sea detestable o ridículo), no se habitúa fácilmente a esa complejidad».
Y otro, más desafiante todavía y un tanto zumbón, es este: «El que sabe español sabe los rudimentos del italiano y puede acometer, sin recelo, el texto original de Dante. Eludir esa empresa (que sólo al principio es una tarea) es una imperdonable frivolidad. El mejor punto de partida es un episodio famoso: el de Francesca o el de Ulises, digamos (cantos V y XXVI del Infierno). Primero se leerá esta versión; luego, en voz alta y lentamente, el original con el castellano a la vista para obviar las fatigas del diccionario. El trabajo es leve, la recompensa que se logra, vastísima. El conocimiento directo de la Comedia, el contacto inmediato, es la más inagotable felicidad que puede ministrar la literatura».