MUÑOZ, Rafael Felipe

MUÑOZ, Rafael FelipeAutores
 

Escritor mexicano. 1899-1972. Nació en Chihuahua. Periodista, escritor de relatos breves y de novelas. Entrevistó a Pancho Villa cuando sólo tenía 16 años y lo convirtió en un personaje habitual en sus obras. Falleció en México D.F.


Se llevaron el cañón para Bachimba
Madrid: Espasa, 1973, 4ª ed.; 140 pp.; col. Austral; ISBN: 84-239-0178-5. Otra edición en México: Ediciones Era, 2007; 242 pp.; ISBN: 978-9684116733.

México, 1912. Pascual Orozco se rebela contra el presidente Madero y recluta un ejército. Una brigada mandada por el general Marcos Ruiz ocupa la casa donde vive Álvaro Abasolo quien, con trece años, se une a ellos. A través de los ojos de Álvaro, que siempre se fijan admirados en Marcos Ruiz, vamos de paraje en paraje y asistimos a episodios de la guerra que los sublevados libran con los federales durante tres meses.



Cada capítulo, muy corto, tiene un título breve y cuenta un incidente o presenta un personaje: Marcos Ruiz, Sangre, Pancho Villa, Fatiga, Prisioneros, Decepción… El autor combina lentas descripciones del campo con ágiles narraciones de los combates, y emplea sabiamente imágenes que dan plasticidad al relato: «Nuestro tren parecía haber encallado en un mar de tierra blanca», «los cañones seguían tosiendo con accesos regulares», «las ametralladoras que anunciaban su presencia cacaraqueando», viajando en tren «las rocas y las plantas huían a los flancos como reses enloquecidas»… Pero, sobre todo, se nos transmiten los sentimientos que agitan por dentro al protagonista: del entusiasmo inicial por formar parte de los colorados, «un color de lucha, color de coraje, color de llama», a los momentos de decepción interior e incluso de total indiferencia.

Recuerda estas luchas y estas derrotas

Cuando Marcos Ruiz se separa de Álvaro, al final, le dice que, aunque no haya otra revolución, «la inquietud subsistirá mientras el pueblo sienta la miseria. Entonces, recuerda estas luchas y estas derrotas, y estas huidas; recuerda a los que cayeron en los campos de batalla combatiendo por el bienestar de los demás, y a los que no quisimos rendirnos y nos sucedió… lo que nos haya sucedido. Recuerda la sed en el desierto, la lumbre en los matorrales, el cañoneo, los cadáveres que cuelgan de los postes…

No mires la guerra como una belleza, sino como un horror. Es el último extremo, el recurso que queda ante el fracaso de todos los otros. Es la desesperación.

Aunque el pueblo siempre la comienza, su enemigo es siempre quien la provoca. Cuando puedas hablar, habla; y di que no, no por temor, sino por afecto; por justicia hay que sacar al pueblo de la miseria. Si todos están callados, grita; si todos gritan, únete al coro, que no sobrará ni una voz, que no se perderá una palabra, como no se pierde una sola gota de agua que llueve sobre los sembrados. Ayuda, ayuda siempre. Dondequiera que estés, alto o bajo, poderoso o débil, rico o pobre, ilustrado o ignorante, siempre podrás hacer alguna cosa a favor de los que se mueren de hambre…».

Divagando

Así se titula uno de los capítulos en el que el narrador hace una pausa en las idas y venidas del ejército de Orozco, para detenerse a describir el mezquite:

«Lo había creído agresivo y es humilde. Es un arbusto de campo; nadie lo planta, nadie lo cuida; lo mismo asoma en el arenal que en las arrugas del basalto, donde los vientos han dejado una costra de tierra. Parece no tener sed ni hambre, pues crece donde nunca llueve y donde el suelo es estéril; vive de la luz, vive del viento, corre por el llano, sube por los flancos de los cerros, asoma curioso en la corona de los cantiles y se vuelca locamente por los precipicios. A veces es un solo tronco, grueso como un muslo; en otras son cien ramas que salen en todas direcciones de un mismo hoyo en la tierra, sin cuidarse de ser rectos, despreocupados, versátiles. Los troncos y las ramas son siempre chuecos porque un día quieren crecer para un lado y otro día para otro. No les interesa elevarse; en ocasiones, troncos gruesos como una pierna de hombre se arrastran por el suelo y abanicos de ramas trazan un arco verde como un pompón. Tiene una hoja pequeñita como el blanco de la uña, y cien de ellas salen de una varita alargada como una aguja. Tiene también espinas, pero nada más para proteger unas vainas rojas que se hinchan con la semilla, que caen, que se dejan arrastrar por la fuerza del viento y que van a convertirse en más mezquites, miles de mezquites, millones de mezquites, que no piden agua ni tienen hambre nunca.

En algunos lugares llegan a ser más altos que un hombre a caballo; y careciendo de todo, siendo misérrimos, faltos de don alguno, regalan un bien supremo: la sombra. Los becerros cansados, y las vacas sedientas, van a tumbarse bajo su ramaje a rumiar el pasto escaso; y los burros raquíticos a calmar la sed con las vainas llenas de jugo. Los pastores y caminantes disfrutan también, dormitando tendidos en el suelo, mientras el sol declina. En otras regiones, el mezquite apenas puede llegar a la altura de la rodilla del hombre, porque sus raíces, por más profundamente que se extiendan, palpan tan sólo arena seca y movediza; impotente para dar sombra, se conforma entonces con aplazar la reverberación del sol sobre el arenal.

Envejece cada año y el invierno lo vuelve gris. Después, sus ramas se van quedando calvas, ennegrecidas como por un incendio, se tornan quebradizas, caen en pedazos, se dispersan. Pero del palo duro que quedó enterrado, salen en primavera unos gusanos verdes; ¡el mezquite ha resucitado!

No desaparecerá nunca asesinado, como otros árboles, por el hacha, porque sirve para muy poca cosa. Es eterno, como las rocas; es variable, como las ondas que el viento hace en las dunas. Vive sin necesidades, sin preocupaciones, sin cuidados. Se expande, se eleva, se arrastra. Llega confiadamente hasta la puerta misma de la casa del campesino; asoma, tímido, en las primeras calles de las poblaciones. Cuando lo quitan porque estorba, resurge más allá. Servicial, ofrece sus ramas para formar cercados espinosos que protegen a las gallinas contra el coyote voraz. Y cuando nadie lo utiliza ni para fallado, ni para leña, ni para sombra, como es libre, como es alegre, como nada le preocupa ni le detiene, como no posee nada ni quiere nada, allá se va el mezquitero correteando por el llano, como un muchacho travieso que persigue la puesta del sol».


13 julio, 2012
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