LARS, Claudia

LARS, ClaudiaAutores
 

Seudónimo de la escritora salvadoreña Carmen Brannon. 1899-1974. Nació en Armenia, Sonsonate. Hija de un irlandés nacido y educado en los EE.UU., al que su profesión de ingeniero llevó a El Salvador, donde se casó con la hija de un terrateniente. Tierra de infancia narra los años de su vida en la hacienda de su abuelo. Escribió una obra poética relevante. Murió en San Salvador.


Escuela de pájaros
San Salvador: Departamento de Cultura, 1955; 128 pp.; ilust. de Maya Salarrué. Otra edición en San José: Editorial Universitaria Centroamericana, 1985, 3ª ed.; 21 pp.; col. Cumiche; ISBN: 9977300305. Hay algunos poemas de la autora aquí.

Colección de poemas que tratan temas infantiles y que fueron compuestos con el interés de despertar el amor por la poesía en los niños, según confiesa la misma autora en el prólogo. Sin embargo, en cuanto a su comprensión, algunos tienen como público natural los adultos, como se puede comprobar, por ejemplo, con estos versos: «—Madre… ya viene la noche / con sus negros pasos negros… / —¿Miedo de la noche, mi niño?… / ¡Ay, Dios, qué tontito eres! / Ven, asómate al balcón; / miremos la noche inmensa / que le da silencio al mundo / para que los niños duerman. / Ya ves…, apagó colores, / cerró al día sonajero / meció fatigas de rosas / y pajarillos de sueño. / Quiero que observes y escuches… / la noche es suave y bella, / con una belleza oscura / que al fin irás comprendiendo. / Tiene lluvias y rocíos, / tiene millones de estrellas / y una luna, como lámpara, / que se esconde y aparece; / tiene ruidos, tiene arpas, / todo un ballet de luciérnagas, / y grillos que siempre cantan / con sus vocecitas viejas; / tiene tu cama, tan limpia, / tiene tu almohada pequeña / y este amor de casa tuya / que te envuelve y te protege. / ¡No tengas miedo, mi niño, / no tengas miedo!».


Tierra de infancia
San Salvador: Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, Dirección de Publicaciones, 1969, 2ª ed. ampliada; 218 pp.; prólogo de Eduardo Mayora. Otra edición en San Salvador: UCA Editores, 2009; 212 pp.; ISBN-13: 978-9992349199.

Memorias que abarcan desde los primeros recuerdos de niñez hasta los años de adolescencia. En ellas se recoge un peculiar itinerario educativo y se compone un colorista cuadro de costumbres locales. En cortos capítulos la autora va contando los sucesos que marcaron su vida, junto con las historias de sus padres, abuelos, criados, amigos de la familia, etc. Al final figura un glosario con las palabras propias del lugar.



Escuela de pájaros es una obra que, como la restante producción poética de la autora, se adscribe al postmodernismo. Sirve para dejar constancia de su particular sensibilidad y como testimonio de lo que afirma en Tierra de infancia: que debe «a la poesía lo mejor de mi vida y la gracia de comprender —con alma y sangre— que la belleza eterna es al mismo tiempo justicia y bondad».

De Tierra de infancia puede destacarse, primero, que no son pocos los personajes singulares que desfilan por sus páginas, siempre presentados con cordialidad, como el manco Anselmo, un fabulador maravilloso que «mentía a cada rato y por costumbre, pero no lo hacía por engañar a nadie ni por sacar provecho de su mentira, sino porque su imaginación le impulsaba a mirar las cosas del mundo a través de un cristal encantado». Segundo, que abundan escenas formidables, como la pintura del mercado —un «lugar afanoso, recio, entusiasta, dicharachero, mal hablado, colérico y compasivo al mismo tiempo, y a pesar de su rudeza, está colmado de una ternura cálida, que satisface y enriquece a quien la recibe»—; o como el episodio, excepcionalmente intenso, que ilustra la pasión del campesino salvadoreño por las peleas de gallos, los «giros» en el lenguaje local, que combaten con navajas sujetas a sus patas…

Además, tienen sabor y penetración psicológica las observaciones sobre las conductas: la autora muestra la bondad de tantas personas con agradecimiento hacia ellas, sin presentar a ninguna con luces negativas, pero tiene la honradez de reconocer sus reacciones de maldad de niña y no hace un planteamiento ingenuo sobre los cimientos de aquella infancia feliz: «Éramos demasiado inocentes para imaginar que nuestra felicidad de entonces se asentaba en el largo esfuerzo de toda una clase de gente explotada, y como nuestras familias nos parecían compasivas y generosas —si las comparábamos con otras— no es extraño que fuéramos tan felices en nuestro estrecho mundo rural, y que viviéramos confiadas y jubilosas como los alborozados gorriones de los huertos».

Como una boa gigantesca

Si toda la narración tiene como fondo el espectáculo habitual del volcán Izalco, no es éste quien estalla sino el voluminoso Quezaltepec, un volcán dormido durante muchísimos años. Con ese dramático capítulo termina la estancia de la autora en el campo y, con ella, su adolescencia. Cuenta la narradora que, al comenzar la cena, «cuando iba a partir un trozo de carne sentí que la tierra se sacudía debajo de mi asiento como una boa gigantesca, y que la casa del abuelo temblaba desde sus bien cimentadas bases hasta sus tejas rojinegras. No sé como hice para llegar al patio en menos de un segundo. Todos los de la familia —jóvenes y viejos— demostraron que eran tan rápidos como yo». Pero las convulsiones siguieron, […] y «vimos que el cielo se había iluminado intensamente, y que el patio de nuestra casa parecía el interior de un inmenso horno. Todo lo que nos rodeaba adquiría un fulgente color ambarino, y como las paredes de los corredores no se habían derrumbado por completo, estábamos metidos en medio de ellas sin que pudiéramos descubrir la causa del aquel fenómeno».

Llegó entonces un hombre gritando:

«—¡Salgan, señores!… […] ¡Salgan antes de que llegue el fuego del volcán!… […]

«Las palabras me faltan, y me faltan también el vigor, la exactitud y la habilidad, para describir como se debe aquel chispeante río caudaloso, que baja de las alturas como miel encendida, y que iba buscando camino por los terrenos planos. Morado trémulo, hasta llegar al púrpura; azul que se cambiaba en lila; rojo en cien tonos distintos y confundidos; anaranjado extendiéndose en abanicos de oro, con plumas blancas en sus vibrantes orillas… Saltaban incandescentes piedras y se rompían en el salto, produciendo un despliegue de peces voladores y de luceros de pirotecnia. La campiña entera se iluminaba con una luz comba; las cosas lejanas parecían aproximarse hasta nuestros dedos, y las sombras de las bestias que huían tomaban proporciones de sueño fantástico. […] El telegrafista del pueblo —hombre humilde pero de veras heroico— cumplía su deber como soldado en batalla, enviando llamadas de auxilio a diferentes lugares del país. Los primeros cadáveres de las víctimas se iban colocando en sitio seguro, mientras los deudos lloraban amargamente. Para colmo de males, la lluvia de junio empezó a caer…».


9 julio, 2010
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