Los cuentos de hadas afrontan también «el último y más íntimo deseo: la Gran Evasión, escapar de la muerte». Tolkien lo comenta brevemente, apuntando, de paso, cómo «para George MacDonald, la muerte fue el mayor tema de inspiración». Pero, enseguida, se centra en el consuelo más importante que pueden ofrecernos los cuentos de hadas: el Consuelo del Final Feliz», un tipo de Final Feliz que Tolkien denomina eucatástrofe, «la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más elevada misión».
«Lo que caracteriza a un buen cuento de hadas, a los mejores y más completos, es que por muy insensato que sea el argumento, por muy fantásticas y terribles que sean sus aventuras, en el momento del clímax puede hacerle contener la respiración al lector, niño o adulto, puede acelerar y encogerle el corazón y colocarlo casi, o sin casi, al borde de las lágrimas, como lo haría cualquier otra forma de arte literario, pero manteniendo siempre sus cualidades específicas. (…) Al cuento que en alguna medida logre esto nunca podremos considerarlo un fracaso total, cualesquiera que sean sus defectos y la mezcolanza o confusión de sus propósitos. (…) Cuando en un relato así llega el repentino desenlace, nos atraviesa un atisbo de gozo, un anhelo del corazón, que por un momento escapa del marco, atraviesa la misma tela de araña de la narración y permite la entrada de un rayo de luz».
Por eso «la cualidad específica del gozo en una buena fantasía puede así explicarse como un súbito destello de la verdad o realidad subyacente. No se trata sólo de un “consuelo” para las tristezas de este mundo, sino de una satisfacción y una respuesta al interrogante: “¿Es eso verdad?”. La contestación que di al principio (por demás adecuada) fue: “Si habéis creado bien vuestro propio mundo, sí; en ese mundo es verdad”. Eso le basta al artista (o a lo que de artista tiene el artista). Pero una rápida ojeada nos muestra que en la “eucatástrofe” la respuesta puede ser más importante; puede ser un lejano destello, un eco del evangelium en el mundo real».
Para Tolkien, «el Nuevo Testamento ofrece un relato (…) que abarca toda la esencia de las historias de fantasía. Contiene muchas maravillas (…) y entre ellas está la mayor y más completa eucatástrofe que pueda concebirse. (…) El nacimiento de Cristo es la eucatástrofe de la historia del Hombre. La Resurrección de Cristo es la eucatástrofe de la historia de la Encarnación. Una historia que comienza y finaliza en gozo. Posee de manera preeminente la “consistencia interna de la realidad”. Nunca los hombres han deseado más comprobar que el contenido de una historia resulta cierto, ni hay relato alguno que por sus propios merecimientos tantos escépticos hayan dado por verdadero. Porque su Arte ofrece la índole suprema y convincente del Arte Primario, es decir, de la Creación. Rechazarlo sólo conduce a la tristeza o a la ira».
Un apunte final. Si Tolkien hubiera teorizado tan bien sobre la Fantasía pero no hubiera escrito El Señor de los anillos no le haríamos tanto caso. Pero, por suerte, logró escribir una obra de ficción en la que puso a prueba sus teorías que, de paso, explican por qué con el paso del tiempo no le agradaba El hobbit (consideraba un error haber utilizado, por momentos, el típico narrador oral confianzudo), o por qué no le gustaron algunas licencias constructivas que se permitió C. S. Lewis en las Crónicas de Narnia. Por otro lado, es interesante pensar que con sus teorías se lo puso muy difícil a sí mismo y con sus obras literarias estableció el listón con el que, para siempre, ha de medirse cualquier relato que se llame de fantasía.
J. R. R. Tolkien. Árbol y Hoja (Tree and Leaf: incluye el cuento Hoja de Niggle y el poema “Mythopoeia”, 1988); Barcelona: Planeta-Agostini, 2002; 152 pp.; prólogo de Christopher Tolkien; trad. de Julio César Santoyo, José M. Santamaría y Luis Domènech; ISBN: 84-395-9786-X.