
Sea cuales sean las intervenciones de Christopher Tolkien en los textos originales, además de algunas conexiones entre sus tramos, lo cierto es que la novela tiene la potencia y la magia narrativa propias de Tolkien pues, en primer lugar, tiene la consistencia que da tener unas fuertes raíces. Luego, Túrin es un protagonista de los que llena todo el escenario, y cuyas acciones valerosas y altaneras a la vez, van configurando su futuro de modo fatal. Le rodean una gran variedad de personajes y seres inolvidables, como el elfo Beleg Arcofirme —«el más fiel de los amigos»—, o el sarcástico Enano Mezquino Mîm —«tú eres uno de esos tontos a los que la primavera no echaría en falta si murieras en invierno», espetará a uno de los hombres de Túrin—, o el dragón hechicero Glaurung —que borrará la memoria de Níniel para que Túrin y ella no se reconozcan como hermanos cuando se encuentren—, entre otros. Son muchos y ricos los matices en las conversaciones y en los comentarios al paso que formula un sabio narrador, que cuenta los hechos con voz solemne y acentos de crónica, que hace descripciones precisas, sobrias y poéticas al mismo tiempo, sin énfasis ni adjetivos superfluos.
En cuanto a los contenidos conviene advertir que se trata de un relato profundamente trágico y violento con resonancias míticas y en el que no hay cabida para el humor. Sin duda, todo se redimensiona para quien conozca la obra de Tolkien, pero Túrin tiene un corazón cegado por el orgullo y por la mentira, no hace caso en ocasiones a los mejores consejos que recibe —«teme a la vez el calor y la frialdad de tu corazón, e intenta ser paciente, si puedes», le advierte al principio la reina Melian—, y las consecuencias y el final de sus acciones se presentan sin anestesia.