La niña que iba en hipopótamo a la escuela, de Yoko Ogawa, no tiene tanto encanto como La fórmula preferida del profesor, tal vez porque ya no sorprende del mismo modo al lector, pero también desborda originalidad y calidez.
Después de la muerte de su padre, como su madre ha de ausentarse, Tomoko, de doce años, ha de irse a vivir con unos tíos a los que no conoce. Cuando llega, todo le sorprende: los escenarios y las personas. Le fascinan la enorme casa con aire occidental, pues su tía-abuela es alemana, y el jardín, que fue un pequeño zoo en el que todavía vive Pochiko, una hipopótamo enana que había traído su tío-abuelo de Liberia. Sobre todo, entabla una relación muy especial con su lista prima Mina, más pequeña que ella, asmática, por lo que suele ir al colegio a lomos de Pochiko; y queda fascinada por su tío, un hombre muy atractivo y amable, pero que, sorprendentemente, a veces desaparece durante días de casa.
La misma Tomoko cuenta la historia pero cuando han pasado ya varias décadas. La narración desprende buen humor, una cordial ironía, y una fuerte nostalgia. Los personajes resultan amables y las situaciones más curiosas acaban pareciendo «normales». El lector queda enganchado por algunos enigmas que, poco a poco, van aclarándose. Ciertamente, con otros criterios novelísticos se podría decir que sobran páginas, como las de algunas historias que Mina inventa tomando pie de las cajas de cerillas que colecciona, o las que contienen descripciones de voleibol —tan precisas y tan poéticas que suenan impropias— cuando las chicas se entusiasman con que Japón gane la medalla de oro de voleibol en la Olimpiada de Munich. En cualquier caso, ni eso ni alguna exageración lírica, preocupará mucho al lector enganchado por una narración tan buena y unos personajes tan atrayentes.
Yoko Ogawa. La niña que iba en hipopótamo a la escuela (Mina no kõshin, 2006). Madrid: Funambulista, 2011; 413 pp.; trad. de Yoshiko Sugiyama; ISBN: 978-84-966001-98-7.