Chesterton señaló en ocasiones cómo, en las informaciones de prensa y en la conversación cotidiana, son muchas las expresiones sin sentido que facilitan la conversación pero dificultan pensar con orden y comprender la realidad. Ya cité las frases rítmicas tipo «la vida es la vida», con las que no se va muy lejos en materia de argumentos, y otros modos inconsistentes de razonar («Sobre una negación», Charlas). También mencioné el problema de la abundancia de restos de moralidad que son como esos enormes trozos informes de hielo a la deriva que causan tantos naufragios («On Dependence and Independence», All I Survey), que por cierto es una idea nuclear del famoso libro de Alasdair McIntyre, Tras la virtud.
En esa misma línea indicaba que lo más importante que debe decirse de un error es que es erróneo: a partir del principio de que media barra de pan es mejor que no tener pan, algunos concluyen que media verdad es mejor que no tener verdad ninguna, cuando el ejemplo que habría que aplicar en este caso es el de la media manzana ponzoñosa del cuento («On the New Insularity», All is Grist).
Esto último se ha de aplicar a esas frases hechas, completamente ilógicas, como la de hablar de «hombres de toda raza y credo», cuando estas dos últimas palabras no tienen nada que ver entre sí pues no van unidas como podrían ir «zapatos y pies», sino que están tan relacionadas entre sí como la Prensa Amarilla y el Peligro Amarillo, un piel roja y un rojo comunista. («On Current Claptrap», Come to Think of it)
Se ha de aplicar también a esas otras frases, que no es que sean falsas sino que no significan nada, como la de «la supervivencia de los más aptos», que equivale a «la supervivencia de los supervivientes»; o la de «avanzar hacia el progreso», o hacia el futuro, que no significa más que seguir hacia lo siguiente. («The Priest of Spring», A Miscellany of Men)
Y, por supuesto, a las que son completamente falsas, como cuando se asegura, por ejemplo, que la tortura es un vestigio de la barbarie, algo que se podría decir del látigo, del arado, de la caña de pescar, o del fuego en la chimenea. Es decir: primero, no hay nada reprobable en ser un vestigio de la barbarie; y, segundo, «el tormento no es un vestigio de la barbarie (…) sino un vestigio del pecado», y, más aún, «en historia comparada puede perfectamente denominarse un vestigio de la civilización. (…) A medida que progresamos en instrucción y refinamiento no nos alejamos de modo natural en ningún sentido de la tortura. Nos aproximamos, nos encaminamos hacia la tortura. Hemos de vigilar lo que hacemos si queremos evitar la enorme crueldad secreta que ha culminado en toda civilización histórica». («Los viajeros», Enormes minucias)