Una primera consideración sobre la lectura y los lectores que he leído a María Elena Walsh en su libro de recuerdos y reflexiones titulado Fantasmas en el parque:
«Los que llevamos un largo trecho de vida compartida con [los libros] y buscando siempre otros, murmuramos también una unánime plegaria de gratitud. Primero, para quien nos enseñó a leer. Vivimos entre libros, hemos tenido la libertad de elegirlos y la posibilidad de descifrarlos en una era en que la instrucción fue (casi) universal. No necesitamos ser monjes ni damas de la nobleza y si pertenecemos a una cofradía no es la del poder ni la del dogma, simplemente hemos sido elegidos por los libros desde temprana edad. Bendito sea un privilegio desinteresado, no esgrimido para someter a los diferentes. La plegaria del lector gustoso incluye un solo pedido: seguir leyendo. Aun en la noche que afligió a Borges, los textos memorizados y los que voluntades amigas le acercaban oralmente le impidieron claudicar, porque lectura es sinónimo de respiración. Es inevitable mencionarlo, fantasma recurrente de estas páginas, porque ensalzó la tarea del lector sobre la del escritor, en un lugar del mundo donde ambas actividades no fueron ni son precisamente auspiciadas. Fue el Sumo Lector, el que tradujo e interpretó la literatura universal, el gramático que nos enseñó a leer, y si fuéramos buenos aprendices, también a escribir, el maestro a menudo arbitrario de adultos a menudo díscolos. El lector nace, siempre que cuente al nacer con las hadas reglamentarias asomadas a su cuna que le otorguen dos dones. Una familia natural o vicaria, en la que un adulto esté hechizado por un libro. Y un ámbito escolar donde se enseñe humildemente a leer y escribir, porque pese a los cambios vertiginosos impuestos por el negocio de la informática, durante bastante tiempo nos seguiremos manejando con el alfabeto».
María Elena Walsh. Fantasmas en el parque (2000). Madrid: Alfaguara, 2019; 235 pp.; ASIN: B07WX3V5S9. [Vista del libro en amazon.es]