Chesterton no estudió literatura sino arte y sus primeros artículos fueron sobre crítica de arte. No es por tanto extraño que dedicara su segundo ensayo biográfico al pintor y escultor George Frederick Watts (1817-1904), tal vez el artista más apreciado en Inglaterra en las décadas finales de la época victoriana. El libro no está traducido al castellano: aunque uno de sus tramos significativos está en la recopilación de textos titulada Correr tras el propio sombrero eso no da idea de su contenido global.
En su obra Chesterton hace referencias a su modo particular de abordar esta y sus otras biografías: que las pequeñeces de la vida de su héroe le importan poco pues sus virtudes públicas son más significativas que sus debilidades privadas, y que le interesa desvelar qué creía el autor y por qué actuó como lo hizo. En cuanto a su estructura, contrariamente a lo que había hecho en su biografía sobre Browning y a lo que haría en sus biografías posteriores, no dividió el libro en capítulos que orientaran al lector dando a cada uno el título de una época o de un aspecto del biografiado, pero sí trata con orden distintos aspectos: el espíritu de la época victoriana, las ideas de Watts, su trabajo como pintor, como escultor, como retratista, etc.
En primer lugar apunta que, como todos los grandes victorianos, Watts era un hombre seguro de tener razón, que creía que las verdades abstractas son los principales asuntos de los que debe ocuparse un hombre, que tenía un gran afán didáctico y que practicaba una especie de utilitarismo cósmico, es decir, que consideraba que cualquier cosa que se pudiese llamar arte o filosofía tenía relación con un bien de carácter general. Chesterton indica que intentaba llegar, con sus obras, a las mismas grandes realidades que abordan la literatura y la filosofía, y de ahí también sus pinturas como alegorías, muy populares en su época y verdaderamente singulares. Y, tanto en esos casos como cuando habla de su condición de retratista, pues pintó cuadros de todos los victorianos famosos —Browning, Carlyle, William Morris, Matthew Arnold, el cardenal Manning, John Stuart Mill…—, Chesterton subraya su talento para dar con algo verdaderamente nuclear, de su tema o de la personalidad del retratado. Así, por ejemplo, en su alegoría del comercio Watts no pinta una gran institución sino «la visión de un gran apetito»: su cuadro no habla del Comercio como tal sino de lo que nuestra sociedad llama y entiende como Comercio, el insaciable dios del dinero, Mammon.
Chesterton alaba su ambición de intentar que sus cuadros fueran inteligibles no sólo en su época sino siempre; señala con agrado que Watts unía esa gran ambición artística con una modesta consideración de sí mismo, como lo prueba «el espléndido hecho de que por tres veces rehusase recibir un título»; y también advierte al lector que no se deje atrapar por los elogios que rinde a Watts pues, con todo, hay diferencia entre las intenciones de Watts y sus obras pictóricas, no siempre brillantes.
Una de las citas más famosas de Chesterton está en este libro: «la nueva escuela de arte y pensamiento se viste a sí misma con aires audaces y profiere blasfemias como si fuera necesario ser valeroso para decir una blasfemia. Hay una sola cosa que requiere valentía y es la de afirmar la verdad obvia». Frase que, años más tarde, Orwell transformaría en aquello de que nuestros tiempos son de tal naturaleza que afirmar lo obvio se ha convertido en el primer deber de cualquier persona inteligente
G. K. Chesterton. G. F. Watts (1904). Edición en castellano en Sevilla: Espuela de Plata, 2011; 208 pp.; col. Literatura universal; prólogo de Jaime García-Máiquez; trad. de Aurora Rice; ISBN: 978-84-15177-08-1. [Vista del libro en amazon.es]