Durante meses he ido leyendo la larguísima Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, en la magnífica edición de Acantilado traducida por Miguel Martínez-Lage. Comencé «por obligación», por la fama del libro, pero pronto quedé fascinado por la personalidad del personaje y comprendí por qué Chesterton defiende a Johnson y ensalza el libro: «se dice que el comportamiento de Johnson era rudo y despótico. A veces era rudo, pero nunca despótico. Johnson no era un déspota en absoluto. Johnson era un demagogo que gritaba a una muchedumbre gritona. El hecho mismo de que riñera con otra gente es la prueba de que permitía a otra gente que riñera con él. Su misma brutalidad se basaba en la idea de una escaramuza equitativa, como las del fútbol. Es estrictamente cierto que gritaba y golpeaba la mesa porque era un hombre modesto. Le asustaba honestamente ser apabullado e incluso mirado por encima del hombro. (…) Johnson era un insolente igual a los demás y por tanto era amado por todos los que le conocían y fue inmortalizado en un libro maravilloso, que es uno de los auténticos milagros del amor».
Algunas de sus declaraciones, sabias y llenas de sentido común, las mencionaré otros días. Hoy sólo reproduzco varias que me han divertido por lo polémicas, lo políticamente incorrectísimas, o lo ceremoniosas que son.
Las primeras brotan cuando, llevado de su afán discutidor, recurre a ejemplos cómicos para obtener la victoria en la conversación: «Suponiendo —dijo— que la esposa de alguien fuera de natural inclinada al estudio y a la discusión de temas cultos, resultaría muy enojoso; por ejemplo, imagine a una mujer que de continuo abundase sobre la herejía de Arriano».
Las segundas proceden de sus prejuicios, por ejemplo respecto a Escocia o a las mujeres. Así, a propósito de la general insuficiencia de la educación y la escasa cultura en Escocia afirma: «Su saber es como el pan en una ciudad sitiada: todos sus habitantes reciben un mendrugo, pero ninguno come como es debido». O, cuando Boswell le dice a Johnson que fue a una reunión de cuáqueros en la que oyó predicar a una mujer, y Johnson comenta: «Una mujer que se pone a predicar es como un perro que sabe caminar sólo con las patas de atrás. No lo hace nada bien, pero sorprende que lo haga».
Las terceras afloran en sus cartas y, además de dar a conocer qué mente tan particular tenía, resultan muchas veces hilarantes para nuestra mentalidad. Así, cuando sufre un ataque siente «una confusión y una indefinición del entendimiento que duró, yo diría, medio minuto. Me alarmé y recé a Dios para que al margen de cómo dispusiera afligirme en lo corporal, me dejara intacto el intelecto. Esta plegaria, para poner a prueba la integridad de mis facultades, la hice en versos latinos. No es que fuera una buena composición, pero tampoco esperaba que lo fuese. Hice unos versos fáciles y concluí que seguía hallándome en plenitud de facultades».
James Boswell. Vida de Samuel Johnson (Life of Johnson, 1791-1793). Barcelona: El Acantilado, 2007; 2000 pp.; trad. de Miguel Martínez-Lage; ISBN (10): 84-96489-84-1.
La cita de G. K. Chesterton está en «La visión común», Lo que está mal en el mundo (What´s Wrong with the World, 1910). Madrid: Ciudadela, 2006; 208 pp.; col. Ciudadela ensayo; trad. de de Mónica Rubio Fernández, ISBN: 84-934669-7-2.