En A merced de la tempestad, la primera novela de Robertson Davies, una compañía de teatro de aficionados de la ciudad canadiense de Salterton, prepara una representación de La tempestad. La narración es excelente y logra meter al lector en la historia: los personajes van quedando retratados al hilo de los incidentes, los diálogos tienen viveza y los irónicos comentarios al paso son inteligentes, está conseguido el entretejido de la trama con la de la obra de Shakespeare. Pero, si como cuadro costumbrista es magnífico, como novela no se sostiene del todo: según avanza gana peso un personaje que no tiene tanta consistencia como para ser el principal o, tal vez, es que los embrollos que le ocurren al final suenan muy exagerados.
Con todo, los momentos graciosos son muchos. Así, se nos dice de un tipo que era un vendedor admirable pues «una de sus principales virtudes en tan competitivo trabajo era la facilidad que tenía para identificarse sinceramente con puntos de vista opuestos». Se describe una habitación y se apunta que contenía una silla que «era verdaderamente muy moderna y la evitaba todo el mundo, salvo los invitados más menudos». Es memorable la observación de que «el borborigmo o rugido de tripas no ha recibido ni de la ciencia ni del arte la atención que merece». Y un personaje señala que «tan nocivo es retener una evacuación natural de gozo como de cualquier otro humor corporal. Da estreñimiento espiritual; la alegría frustrada, reseca y dura, atasca».
Robertson Davies. A merced de la tempestad (Tempest-Tost, 1951). Barcelona: Libros del Asteroide, 2011; 342 pp.; trad. de Concha Cardeñoso; ISBN: 978-84-92663-32-3.