Un tema que Marco D’Erano trata con amplitud en El selfie del mundo es el de las consecuencias que tiene que la Unesco conceda la etiqueta de «Patrimonio de la Humanidad» (en inglés, World Heritage). La primera vez que asignó una fue en 1978 y, en 2019, ya lleva declarados 1.121 sitios en 167 países. De estos patrimonios de la humanidad, 869 son culturales, 213 naturales y treinta y nueve mixtos. Esta etiqueta Unesco no es causa del turismo, sino su certificado de legitimidad (y de garantía). El turismo y la etiqueta constituyen juntos un mecanismo de retroaccción (feedback): cada uno de ellos refuerza la acción del otro.
Ahora bien, allí donde se coloca esa etiqueta a una ciudad, esta se muere, «objeto de taxidermia», y se vacía. Es un crimen que «se comete con una perfecta buena voluntad, de buena fe, para proteger (precisamente) un «patrimonio» de la humanidad. Y, cuanto más valorado, más se estropea el patrimonio o más fácil que acabe en ruinas.
«La ciudad patrimonial es escenificada y convertida en escenario: iluminada, aseada, maquillada para su embellecimiento y su transformación en imagen mediática; por otra parte, es el escenario de festivales, fiestas, celebraciones, happenings verdaderos o falsos que multiplican el número de visitantes después de movilizar el genio de los animadores».
La etiqueta provoca el «integrismo cronológico» o «fundamentalismo temporal», por el que merece más la conservación aquello que se remonta más lejos en el tiempo. Así, dado que es mil años anterior, la excavación de una pequeña muralla de la época romana justifica el deterioro de un magnífico claustro medieval (como pasó en la catedral de Lisboa).
Otro agravante es de orden filosófico general: dado que la Unesco multiplica los patrimonios de la humanidad y dado que la humanidad sigue produciendo obras de arte (esperemos), si después de tres mil años ya estamos inmovilizados por tantas «herencias», ¿qué pasará dentro de mil, dos mil años?, ¿nos iremos a vivir todos a la Luna y compraremos entradas para una visita al planeta Patrimonio de la Humanidad?
Además, este tipo de rescate cultural normalmente no sirve mucho a la gente que vive allí: «salvar piedras no significa salvar una ciudad, de nada vale curar una enfermedad matando al paciente». «Mientras las reservas naturales se hacen para multiplicar la fauna y la flora que allí reside, por el contrario, la fauna humana se ve forzada al éxodo en las ciudades patrimonio de la humanidad porque resulta prácticamente imposible vivir en ellas, es decir, realizar todas esas actividades que normalmente están relacionadas con la vida».
Un ejemplo: en Dresde, «la Florencia de Alemania», que en 2004 se incluyó, junto con el colindante valle del Elba, entre los paisajes culturales patrimonio de la humanidad, surgió un problema: los buenos sajones quieren poder cruzar el Elba sin atascos y necesitan un nuevo puente, pero la Unesco se opone a su construcción diciendo que desfigura el paisaje. La decisión se confía a un referéndum popular: los habitantes de Dresde aprueban el puente, pese al riesgo de perder la etiqueta patrimonio de la humanidad, que de hecho se les arrebata en 2009; y en agosto de 2013 los ciudadanos, de fiesta, inauguraron el nuevo puente.
Marco D’Eramo. El selfie del mundo (Il selfie del mondo, 2017). Barcelona: Anagrama, 2020; 336 pp.; trad. de Xavier González Rovira; ISBN: 978-8433964632. [Vista del libro en amazon.es]




























